Rodrigo Garciarroyo: “Vivir 20 años de cantar es un privilegio gigantesco”

Rodrigo Garciarroyo: «No me puedo morir sin haber cantado Otello»

“Cuento esos 20 años de carrera desde mi primer concierto operístico, que ocurrió en un auditorio del World Trade Center en diciembre de 2002”, responde el tenor Rodrigo Garciarroyo la pregunta sobre el punto de partida de su trayectoria lírica que, a lo largo de dos décadas, tiene como centro gravitacional el canto, pero que a lo largo de dos décadas se ha diversificado hacia la dirección de escena, la producción y promoción de múltiples proyectos y actividades musicales, así como la docencia.

En entrevista exclusiva para los lectores de Pro Ópera, una conversación salpicada de anécdotas que delinean el desenfado y la cordialidad, recuerdo al cantante la primera referencia que tengo de un rol de ópera completo cantado por él: el de Nemorino de L’elisir d’amore de Gaetano Donizetti, realizado en la Escuela Superior de Música en 2003.

Aquel debut con un papel belcantista contrasta con el tipo de repertorio que Garciarroyo interpreta en la actualidad: el de tenor lírico spinto, y que en rigor es el que integra la mayor parte de su camino profesional. “Seis meses después de aquel primer concierto, es decir al año siguiente, hicimos ese L’elisir d’amore en la Escuela Superior de Música, que fue primoroso porque era la titulación de una compañera que me invitó a cantar Nemorino. Y porque además de que yo también diseñé el vestuario, la escenografía, conseguí recursos para lograr todo eso (y hasta jalé una carreta por más de 15 cuadras para que la usara el personaje de Dulcamara), ocurrieron varios debuts ese día: el bajo Charles Oppenheim debutó justo como Dulcamara; yo debuté; y debutó también César Piña en su primera dirección de escena operística completa. Fue una producción estudiantil, pero fue un gran y significativo momento para todos los que participamos en ella”, relata el entrevistado.

Aquellas primeras incursiones en la ópera significaban un cambio de rumbo en la vida profesional y personal del veinteañero Rodrigo Garciarroyo, quien hasta poco antes había estudiado y ejercido la carrera de arquitecto. El tenor considera que esas primeras presentaciones líricas también fueron muy significativas porque comunicaban un cambio que su familia y amigos necesitaban saber. Requería de su apoyo financiero y otro tipo de ayudas para poder avanzar en un ámbito que le había devuelto el entusiasmo para dedicarse plenamente a él, ya que al tiempo que se convertía en un cantante en ciernes, en desarrollo, también se sentía ilusionado de salir del cajón de arquitecto joven, pero cada día más insatisfecho, pues no encontraba ahí su verdadera vocación.

Rodrigo Garciarroyo, en su debut en Bellas Artes como Turiddu en Cavalleria rusticana, con Amelia Sierra (Santuzza) © Ana Lourdes Herrera

Rodrigo, ¿cómo descubriste la voz y tu pasión por la ópera, al grado de imponerse a esa otra carrera que ya tenías desarrollada?
Yo comencé a trabajar desde antes de salir de la universidad. Es muy duro, pero a los veintitantos años puedes hacer jornadas de 16 horas de estudio y trabajo. Viajaba hasta Santa Fe a estudiar en la Ibero y trabajaba por la Diana Cazadora. Terminé la carrera muy cansado por la misma razón. Diríamos en inglés que con burnout. Quemado. Pero además me aburría muchísimo en la oficina. No estaba hecho para ese trabajo de oficinista. Lo loco es que si me hubieras pedido un año antes “descríbeme tu trabajo ideal”, te hubiera descrito el trabajo que tenía como arquitecto. Era el jefe de diseño de un pequeño despacho que iba a crecer, con un jefe que era un muchacho de mi edad, tal vez un poco más grande. Pero la realidad es que yo, sentado en aquel escritorio, me estaba secando como planta que no has regado.

Caro, mi entonces novia (y actual esposa), se dio cuenta de que me estaba deprimiendo horriblemente. Entonces el día de mi cumpleaños 25 —ahora tengo 46 años de edad—, me dijo “súbete al coche. Te voy a llevar a un lugar sorpresa de regalo”. Fuimos a la colonia Portales, al sur de la ciudad, a un edificio viejo con una carnicería en la planta baja. Tocamos el timbre y apareció un señor mayor, en sus setentas, que nos dio la bienvenida. Yo no sabía que hacíamos ahí. Entramos a su estudio, donde había un piano. Y ahí supe que eran clases de canto y fue sensacional.

El maestro me dijo: “Dice tu novia que es un pecado que no cantes, porque tienes muy buena voz”. Hicimos algunas vocalizaciones. Él confirmó: “Pues sí, tienes buena voz, vente a estudiar conmigo”. El regalo de Caro era un año de clases, un poco para que me saliera del rollo de la oficina y cobrara un nuevo entusiasmo. Qué felicidad. Era un gran viaje, pero me encantó: de Reforma al sur. Yo medio cantaba con mi hermano y tocaba la guitarra en la típica bohemia. Claro que tenía muchos vicios vocales, era un poco nasal y apretaba algunas cosas; los agudos estaban topados, pero en general el instrumento era bueno y bastante dúctil. Al principio avancé muy rápido, aunque después hubo detalles que tomaron mucho más tiempo de resolver, como desarrollar mis sobreagudos. Tenía que madurar, pues.

El caso es que una tarde salí del estudio. Entró Caro (pues también tomaba algunas clases), y cerró la puerta mientras yo esperaba en la salita. El profesor le dijo: “Rodrigo es un cantante de ópera y no lo sabe todavía, pero muy pronto se va a dar cuenta de que tiene un instrumento especial y con posibilidades amplias. Te lo cuento no para que lo platiques ahorita con él, sino para que lo sepas porque se aproxima una crisis a tu casa, cuando lo descubra y se pregunte qué va a hacer: si decide convertirse en cantante o si decide no serlo, dejando de lado un don que le dio la naturaleza. Eso va a resultar en una auténtica crisis”.

El profesor se lo dijo para que pensara qué deseaba ella y qué cara iba a poner cuando ocurriera. Le recomendó dejar que yo lo resolviera solo. Y como si fuera una profecía, de pronto yo mismo me sorprendí por mi voz. Algo sucedió, pues entendí que había algo especial ahí. Y me pregunté qué iba a hacer efectivamente con ese instrumento.

Alfredo en La traviata en San Miguel Allende, con Enivia Muré (Violetta) © Ragnar Conde

Creo que nos damos una idea de lo que hiciste. ¿Qué tan complicado fueron las circunstancias?
Esa revelación, a veces así es la vida, coincidió con un problema en la oficina. Una bronca con mi jefe. Discutimos, nos peleamos y me dijo: “No te quiero ver en 15 días. Tómate un par de semanas”. En ese periodo me ofrecieron otro trabajo. Se estaba remodelando el Papalote Museo del Niño y buscaban arquitectos jóvenes que tuvieran experiencia con diseño infantil. Yo había hecho un diplomado de escenografía para niños, y cuadraba mi perfil. Hice todo el proceso de contratación. A los 15 días regresé a mi oficina simplemente a renunciar y dos días después debía ir a firmar mi nuevo contrato. Pero justo cuando iba a ir, despidieron al que me iba a contratar en el museo y mi contratación también se fue al carajo. Me quedé como el perro de las dos tortas. Aunque a los 25 años no es tan problemático. Era cuestión de buscar trabajo, no era en realidad tan difícil. No era un drama, pero ahí se abrió la posibilidad.

Ahí me pregunté “¿y si me dedico a cantar?” Lo hablé con Caro y ella, que ya llevaba meses pensándolo por lo que habló con el profesor, me preguntó qué quería yo. Y le dije que quería explorar mi instrumento, en un trabajo que pudiera hacer todos los días, en el canto. Que la parte árida del trabajo fuera estudiar partituras y no sentarme en una oficina. Aunque eso suponía que entrara en la Escuela Superior de Música a estudiar, porque no me podía aventar a ser cantante de ópera siendo un amateur o diletante. Tenía nociones, pero me faltaba mucha información y trabajo. Eso suponía que no iba a ser productivo por años, como estudiante. Caro estaba trabajando en una empresa financiera muy grande, ganaba muy bien y me dijo: “Pues yo pago las cuentas, en este periodo de ajuste. Yo mantengo la casa”.

Entré en la Escuela Superior de Música y en la Entonces Escuela Nacional de Música (hoy Facultad de Música) al mismo tiempo. Estudiaba de 7 de la mañana a 9 de la noche todos los días. ¡Lo que era tener esa edad! Fue un periodo enormemente feliz en mi aprendizaje. Cambié de una actividad rutinaria a otra que me motivaba y que me hacía sentir triunfante desde los avances obtenidos en clase o las participaciones en los concursos: fui dos veces finalista en el Carlo Morelli, no estaba mal. Y entonces te van descubriendo, tu nombre va sonando aquí y allá. Haber vivido 20 años de cantar, prácticamente puros papeles de solista, principales, es un privilegio gigantesco.

La producción de Un ballo in maschera de Ópera Insurgente en San Miguel

¿Cómo se logra transitar durante 20 años por el canto? ¿Cómo se construye una carrera que apunte al largo aliento? ¿De qué manera has construido la tuya?
Poco a poco inicias una carrera por haber hecho dos o tres títulos, que te van dando el sello de garantía de que sí puedes. En mi caso, con los roles que me permite de manera natural mi voz: papeles gordos, chonchos, de lírico spinto. De Giacomo Puccini y Giuseppe Verdi, lo más gordito de los dos; y de ahí Canio, Turiddu, Don José (que tiene todo: ligerito con Micaëla, súper dramático al final), Sansón (¡papel en el que como soy grandote daba el gatazo!). En ese repertorio me siento muy cómodo.

En general, mantener una carrera larga es tema de prepararte bien y prepararte no sólo como cantante, donde está la música, la voz, los idiomas; debes ser buen músico y buen cantante; y luego prepararte como actor, porque al final son las capas que va creando el canto. Porque pueden estar las notas y no decir nada. Debes ser muy hábil para transmitir emocionalmente lo que la pieza te está diciendo. De ahí viene la interpretación, que es el verdadero arte de cantar: la interpretación emocional de la partitura; qué quiero que tú sientas cuando yo canto. Claro, hay una cierta lógica de lo que ocurre escénicamente y del texto, pero ¿cómo lo digo? ¿Qué estoy sintiendo y pensando yo, para que lo sientas tú también? Porque, al final, el que pagó el boleto fuiste tú, el que desea sentir eres tú, tú, tú. Cómo hago yo ese trabajo, es el epítome del canto.

Parecería muy natural lo que dices, pero lo cierto es que muchos cantantes no logran transmitir mensajes emocionales o sentimientos; o viceversa: comunican mucho, aunque no sean los más solventes en su técnica. ¿Cómo encontrar el equilibrio o la fusión adecuada?
En mi caso, cuando me libero de lo técnico, de lo musical, de lo vocal y lo actoral, de lo escénico, porque lo tengo resuelto, puedo entonces liberar mi conciencia, mi mente, para dedicarme ahora sí a hacerte sentir aquello de lo que va este asunto que estoy cantando. 

Para llegar a ese punto es un trabajo enorme, pero a la vez muy apasionante, y no importa si es en Bellas Artes, en la Ópera de Dallas o en el Lincoln Center, donde yo he cantado, o en los cientos de conciertitos, 300 o 400 conciertos chiquitos de llevar música donde no llega: hospitales, escuelas, centros comunitarios, casas de retiro de personas mayores. Y es lo mismo para dos mil personas que para siete. 

Ese es el reto: dar exactamente lo mismo si estás en la gloria de Bellas Artes con un vestuario divino, una escenografía maravillosa y luces bien cuidadas, o en la sala de estos viejitos que tienen un refrigerador al lado haciendo ruido. Me da igual, porque ya estoy ahí en el escenario. Ya hice el trabajo de prepararme: ¿por qué habría de cantarlo más pobre o desinteresadamente, si es lo que más amo hacer? En el momento de estar en escena ya todo es igual. El logro artístico, el éxito, es más fruto de la experiencia adquirida y una búsqueda personal, del punto al que quieres llegar.

Anabel de la Mora (Gilda) y Enrique Ángeles (Rigoletto) en la producción de Ópera Insurgente en San Miguel de Allende

Ahí me parece un buen punto para hablar sobre cómo trasladas esa óptica de trabajo del cantante al de director de escena…
Claro, porque ese mismo trabajo que puedo hacer, también lo puedo pedir a mis cantantes-actores. Te puedo decir cosas accionables: canta eso, pero quizá pensando que ella ya no va a estar ahí al día siguiente. Si tú pones ese pensamiento mientras estás cantando, es diferente. Tal vez emocionalmente más triste, y no solo estás diciendo las notas. Esa ha sido mi aproximación.

Una aproximación a la dirección de escena que, según entiendo, nace de la mano de tus participaciones musicales en San Miguel de Allende y que también involucra a Ópera Insurgente, con la que también has producido diversos títulos y conciertos. ¿Puedes hablarnos de ello?
He sido cantante solista y lo seguiré siendo mientras la voz me lo permita. Pero, en 2010, empecé a producir junto con Caro, mi esposa, ópera en San Miguel de Allende, Guanajuato, bajo el abrazo amoroso y generosísimo de Pro Música. Claro, nuestra ópera es chiquita y así lo decidimos desde el principio con Pro Música, una asociación privada de una ciudad chiquita y que si bien tiene donadores muy generosos, no tiene los recursos de una institución grandotota. Tenemos poquito dinero, pero tenemos la convicción de hacer la mejor ópera que podamos. Y la de que vamos a dedicar ese dinero para pagar las mejores voces de México, en vez de comprar trastes, porque no haría sentido.

Nuestra primera ópera, que fue Tosca, la hicimos en jeans. La ropa salió de nuestro ropero. Compramos como cinco cosas, nada más. Enivia Mendoza, Enrique Ángeles y yo hicimos algo sensacional. Pagamos poquito, aunque poco a poco estamos pagando lo que pagan las casas de ópera en México. Estamos en el rango. En eso nos gastamos el dinero para no ser una compañía de ópera que se gaste los recursos en general y el dinero en particular en cosas, sino en la gente. 

Antes las funciones eran a piano, ahora ya tenemos orquesta. Además, tampoco el Teatro Ángela Peralta de San Miguel es muy grande. Es chiquito y tiene pocos recursos técnicos. Si tú cuelgas un telón y lo subes, un tercio del telón todavía se ve. No le cabe completo. Es de esos teatros hechos durante el porfiriato: bellísimo, pero sin muchas consideraciones sobre cómo se tenía qué hacer.

Manrico en Il trovatore de Verdi, en San Miguel

Las primeras óperas no las dirigí yo, ni se me ocurría. Contrataba a diferentes directores, entre ellos Ragnar Conde, a quien conocí en Mérida, Yucatán, haciendo Carmen. Amo cómo trabaja, me parece un creativo sensacional. Él hizo la tercera y cuarta ópera que hicimos en San Miguel. Y cuando íbamos a hacer la quinta, Un ballo in maschera, me canceló porque le daban la oportunidad de dirigir una ópera en San Francisco. Me dijo perdóname, pero debo atender ese llamado. Lo entendí y nos dimos la bendición.

Por otro lado, Mario Alberto Hernández, nuestro director musical, insistía año tras año en que necesitábamos un mejor coro, pues el amateur que teníamos, si bien era un encanto, técnica, vocal y musicalmente también era un desastre. Se hacía una cosa muy provinciana, realmente, en ese entonces. Decidimos que yo la dirigiera, sin cobrar, y con ese dinerito del director trajéramos chavos para hacer un corito que sonara a voces de verdad, que estudian canto y que son músicos: que pueden seguir el piano y la partitura.

Por eso arrancó mi carrera como director. Me fue muy bien y me divertí muchísimo. En general los cantantes estaban complacidos con mi propuesta, pues funcionaba bien. Creo que, cuando tienes algo de poder para que se haga algo, lo tienes que ejercer con enorme amabilidad: yo pido las cosas con dulzura. No tengo por qué imponerme con violencia en absoluto. Hay muchos estilos de dirigir, pero el mío debe partir desde la alegría. De pensar que estamos ahí, y de que más allá de las vicisitudes de ser un músico del tercer mundo, no vamos a sufrir porque el director está de malas, o quiere imponerse o tiene el ego frágil. Nada de eso.

Sansón en Samson et Dalila con la Ópera de Morelos

Pero la amabilidad, la alegría, la diversión va de la mano con la disciplina. Todos tenemos que ser puntuales y trabajar bien. Tienes que llegar perfectamente bien preparado al primer ensayo. Tomar todo en serio. Y no nos vamos a poder divertir si alguien no estudió, ni le podré exprimir el jugo como actor y como intérprete si la música la tiene con pinzas. Eso se los explico desde el principio. La idea es jugar a que todos estamos abordando los papeles como si los hubiéramos hecho numerosas veces, aunque todos lo estemos debutando. 

Un tercer elemento es considerar que el cuento que estamos contando, la historia que ponemos en escena, la contamos en conjunto. Todos tenemos que entender lo que estamos contando: desde el que está cantando el aria en el proscenio, hasta el el que está hasta atrás, en el tercer nivel, al fondo del coro… Ese ha sido mi trabajo como director. Los resultados creo que han sido muy buenos. Tanto, que estoy por dirigir la séptima ópera que me ha tocado en San Miguel de Allende.

¿Qué etapas identificas en tu carrera, a tal grado que la definan?
El descubrimiento de mi voz. Luego el estudio más básico en la ESM y la ENM. Luego vino SIVAM, que fue una oportunidad preciosa de estudiar becado y empezar a trabajar con maestros de canto mucho más finos, internacionales, y un tema actoral que ellos tenían muy claro. Fueron tres años ahí, y después vinieron mis estudios internacionales. Me fui a Israel, a Puerto Rico y a Nueva York, donde me quedé un periodo de tres años becado por Martina Arroyo y su Fundación y un cuarto año por la Fundación Olga Forrai.

Enivia Muré y Rodrigo Garciarroyo en el estreno de Zorros chinos en Bellas Artes en 2022

Entonces comencé a cantar roles completos. Lo que entendí con Martina Arroyo es que los muchachos salen de las universidades siendo buenos cantantes, con habilidades, pero de ahí a que te contraten hay un hueco, porque no has cantado nada fuera de la universidad. Necesitas tener la experiencia de un papel, o varios completos, con orquesta, para desarrollar la manera de seguir a un director (y no hay manera de aprender eso si no está ahí un director con una orquesta). Esa comunicación solo se aprende con un director y una orquesta, ¿y quién te da ese espacio para jugar?

Esa etapa intermedia entre estudiante y profesional la tienes que ir llenando, y con esas primeras experiencias integrales a cuestas, entonces sí puedes buscar oportunidades. En 2009 vino aquella fuerte crisis financiera en Estados Unidos y muchas donaciones y por tanto becas se acabaron. Me regresé a México, donde había más actividad: a nuestro país no le fue tan mal, mientras que en Estados Unidos se cerraron decenas de teatros de ópera. 

Me dieron mi primera oportunidad en el Politécnico con el maestro Juan Carlos Lomónaco. Hicimos una Traviata y nos fue padrísimo, a pesar de que el “Queso” es un auditorio y no un teatro de ópera. A Juan Carlos, quien se iría a dirigir la Orquesta Sinfónica de Mérida al año siguiente, le gustó mucho mi trabajo y me llamó para cantar mi primera Carmen en México. Con esas dos oportunidades que él me dio empezó realmente mi carrera, porque de ahí se ligaron una ópera con otra, invitaciones una tras otra, aquí y allá, en Monterrey, en Puebla, en Cuernavaca, en Guadalajara, en Bellas Artes. En fin: una bolita de nieve que se fue convirtiendo en una carrera.

¿Qué viene después de estos 20 años? ¿En qué momento de tu trayectoria profesional te encuentras? ¿Cómo te visualizas a ti mismo?
Hacia el futuro la idea es seguir cantando. Hay papeles que vienen, como el de Pollione de Norma de Vincenzo Bellini, que es choncho, con mucha carnita y que estoy por debutar en Monterrey, Nuevo León. Y no me puedo morir sin haber cantado Otello.

Rodrigo Garciarroyo: «Haber vivido 20 años de cantar, prácticamente puros papeles de solista, principales, es un privilegio gigantesco» 

Veo la ópera con una mirada global, lo que resulta delicioso. Tengo gran respeto por quien la produce, por quien la dirige y por quienes la interpretamos, porque sé perfectamente lo difícil que es conjuntar las voluntades de tantísima gente que financiera, artística y técnicamente se tienen que alinear para generar el milagro de que haya ópera en México. Que eso ocurra, es como un triunfo sociopolítico.

Claro que eso también me genera una mirada crítica. Puedo identificar cosas a mejorar o decir que “aquí se gastaron la lana en esto y no en aquello”. O “el director o el cantante tenían que contar una historia y no la contaron”. Mis posibilidades como artista y mi deleite como público se han enriquecido. Reconozco el rosario de milagros que es hacer una ópera.

El canto es un juego de equilibrio constante, porque tu cuerpo está cambiando todo el tiempo. Te estás haciendo viejo. Mis pininos quedaron atrás. Soy un señor cuarentón, pero que tiene otras cualidades. Por ejemplo, a mi edad se endurece la laringe, por lo que ya no corro peligro de que se suba, porque perdió flexibilidad naturalmente, igual que mis rodillas; ya no viaja tan lejos y puedo echarle todo el peso de mi apoyo. Eso es bien sabroso: te puedes recargar ahí y sacar un sonido con enorme squillo sin esfuerzo. Cuando estás más chavo no puedes hacer eso, aunque tienes otras cualidades. Para los tenores spinto, como es mi caso, te puedo decir que es el momento de gloria vocal. Ya no tengo la figura esbelta del chavito que fui, pero para Canio, para Pollione, estoy perfecto: ¡esos personajes tienen mi edad!

Soy una voz que maduró, que tiene el conocimiento técnico para hacer todos los papeles que he estado haciendo hasta ahora y he encontrado la plenitud de mis posibilidades. Estoy en el momento cúspide de mi voz para hacer estos papeles difíciles. Y ha sido muy rico llegar hasta este punto vocal.

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