Ariadne auf Naxos en Nueva York

Lise Davidsen (Ariadne) y Brenda Rae (Zerbinetta) en el Met © Marty Sohl

Marzo 8, 2022. Ausente por poco más de una década de la cartelera del Metropolitan Opera, volvió a la escena del coliseo neoyorquino la ópera Ariadne auf Naxos en la exitosa producción escénica firmada por Elijah Moshinsky y con el atractivo agregado de contar como protagonista con la ascendente y ultra promocionada nueva estrella de la lírica actual, la soprano noruega Lise Davidsen. 

Al frente del equipo vocal, Davidsen fue la gran estrella de la noche, apuntalando un espectáculo que sin su presencia hubiese pasado sin pena ni gloria. Eclipsando todo a su paso y en un personaje que le calzó como un guante, la soprano noruega deslumbró por su bellísima voz de soprano dramático, de embriagador timbre, caudaloso volumen y homogéneo color en todo el registro. Celebradísimo, su monologo ‘Es gibt ein Reich’ fue una apabullante exhibición de virtuosismo vocal en un nivel de excelencia poco usual para estos tiempos. Chapeau!

No obstante su discreción, al resto del elenco no pudo negársele ni compromiso ni entrega. Dubitativa en el inicio, la soprano americana Brenda Rae supo construir una pizpireta Zerbinetta de voz oscura y redonda, emotivamente entregada, que logró imponerse a medida que fue avanzando la ópera. Si bien en su composición general Rae apostó a exponer la psicología de su personaje por sobre la mera demostración de virtuosismo vocal, en su famosa aria ‘Grossmächtige Prinzessin’ se hizo de un merecido éxito personal, cantando con naturalidad y donde, gracias a una técnica de primer orden, ofreció sin avaricia todos los sobreagudos, trinos y ornamentaciones que se esperan de la intérprete de esta endiablada parte vocal. 

En el personaje del compositor, Isabel Leonard conformó con reservas. Si bien mereció destacarse la corrección, la musicalidad y el refinamiento de su canto, la voz resultó demasiado ligera y su caracterización, carente de toda emoción, fue incapaz de retratar el ímpetu juvenil que reclama la parte. El trío de ninfas compuesto por Deanna Breiwick (Najade), Tamara Mumford (Dryade) y Maureen McKay (Echo) resultaron solventes en cada una de sus intervenciones. 

Brandon Jovanovich (Bacchus)

Al frente del equipo masculino, el tenor americano Brandon Jovanovich mostró poseer las credenciales necesarias para salir airoso a la temible tesitura del ingrato personaje del dios Bacchus. De voz viril, potente y bien timbrada, el tenor americano hizo gala de un canto heroico e intencionado en una noche de particular inspiración. Su buena presencia y su entrega escénica redondearon un desempeño general muy destacable, que hizo olvidar alguna que otra imprecisión en los agudos del dúo final. Excelentes, tanto Johannes Martin Kränzle, como el veterano Wolfgang Brendel, les sacaron chispas a sus personajes, a los que les confirieron una dimensión poco usual. El primero compuso un maestro de música de desbordante humanidad y nobleza; y el segundo caracterizó a un mayordomo pretencioso y desagradable. La banda de personajes de la commedia dell’arte conformaron un cuarteto sólido en lo vocal y divertido en lo escénico, de entre los que destacaron particularmente, el Harlekin de timbre cálido y bien proyectado de Sean Michael Plumb y el sonoro Truffaldin de Ryan Speedo Green. Por su parte, el extrovertido Patrick Carfizzi se hizo notar componiendo un lacayo lleno de tics y recursos histriónicos. El resto de personales secundarios fueron asumidos con solvencia por elementos locales. 

Especialista en el repertorio straussiano, Marek Janowski hizo una notable dirección musical al frente de la orquesta, de la que obtuvo una lectura brillante, llena de sutilezas y en el justo equilibrio entre lírica y analítica, prestando especial atención en marcar las diferencias entre el mundo de Zerbinetta y el de Ariadne, de modo que ambos pudiesen dialogar, oponerse, pero nunca fusionarse.

La tradicional producción de Moshinsky, estrenada en el 1993, sigue resultando tan atractiva como en su estreno debido a su cuidada estética y teatralidad. Con mucha sapiencia, el director de escena autraliano situó la acción en el siglo XVIII, ubicando el prólogo en la trastienda del teatro de una mansión privada de un acaudalado mecenas vienés, en contraposición a la ópera propiamente dicha, que tuvo lugar sobre una escena minimalista y despojada. Contribuyeron al éxito de la producción visual la atractiva escenografía y el bonito vestuario firmado por el talentoso Michael Yeargan. El público pospandemia, muy deseoso de aplaudir, ovacionó a cada uno de los intérpretes como si no hubiese mañana.

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