Stabat Mater y Iolanta en Bolonia

La soprano ucraniana Yulia Tkachenko desplegó la bandera de su país al finalizar el concierto de Iolanta de Chaikovski en Bolonia © Andrea Ranzi

Abril 7 del 2022. La concha acústica del Teatro Comunale nos recibió iluminada con los colores del arcoíris. La proyección del azul y amarillo ucraniano se entrelazó en la gama del arcoíris como colores de la paz. Unitate melos: música para compartir, es el lema de la Academia Filarmónica de Bolonia, en lo que podría estar asociado al concepto de armonía entre opuestos, concordia discors: la cultura es la que nos une frente a las acciones de nuestros contemporáneos.

Así, por ejemplo, hemos visto a Piotr Ilich Chaikovski como una víctima póstuma —después de haber sido víctima en vida—, cuando en cambio él mismo debería ser un símbolo de reflexión y paz. Su última ópera, Iolanta, es una obra sobre la ceguera y la conquista de la luz, de la niña inconsciente de sí misma a quien se le oculta su condición y que solo puede realizarse tomando conciencia (y descubriendo el amor). Nada más adecuado hoy, especialmente a pesar de aquellos que no quieren ver su universalidad. 

Además, la ópera (de solo un acto) se presentó junto con el Stabat Mater compuesto en 2002 de la compositora ucraniana Hanna Havrylets, fallecida en Kiev el 27 de febrero pasado a los 63 años de edad.

Desafortunadamente, la directora musical del teatro, la ucraniana Oksana Lyniv deseaba mucho esta combinación, pero se tuvo que retirar por un fuerte dolor en la parte baja de la espalda. En su lugar estuvo el alemán Michael Güttler, un sólido músico que siempre ha tenido una particular afinidad con la música rusa (y su entorno).

Dirigió el coro y la orquesta con confianza en la pieza de Havrylets: una sugestiva construcción de un flujo continuo, regido por un simbolismo sagrado y matemático. La autonomía de su lenguaje se hace evidente en esta construcción racional que se sublima a partir de raíces folclóricas hacia un lirismo místico. En Iolanta, Güttler captó la atmósfera suspendida pero inquieta de una ceguera inconfesable y desconocida. Los solos de viento de la introducción fueron hermosos, para una interpretación musical que se confirmaría por su excelente nivel hasta la apoteosis final. 

Por otra parte, el elenco se desenvolvió bastante bien, y sobre todo destacaron las voces graves, empezando por el excelente Rey René del bajo polaco Rafal Siwek, verdaderamente notable por su nobleza y participación en su arioso; el autoritario doctor Ibn-Hakia del barítono rumano Serban Vasile; y el debidamente caballeresco Robert del barítono ucraniano Andrei Bondarenko, sin olvidar la Marta de la mezzosoprano rusa Marina Ogii. 

La protagonista, la soprano ucraniana Yulia Tkachenko (que sustituyó a la prevista Liudmyla Ostash), quien para los aplausos portó consigo la bandera amarillo-azul que nos hizo recordar que mientras aquí resonaba la música en otros lugares resuenan las armas) mostró la fragilidad de la princesa, desplegando también su buen esmalte al plantear el tema del amor y la conquista de la luz.

Como Vaudemont, el tenor polaco Arnold Rutkowski se desempeñó bien a pesar de algunas notas agudas un tanto engorrosas y un pasaje no precisamente impecable. Bien también, en general, el tenor búlgaro Mihail Mihaylov (Alméric), el bajo búlgaro Petar Naydenov (Bertrand), la mezzosoprano rusa Victoria Korkacheva (Laura) y la soprano ucraniana Olga Dyadiv (Brigitta), además del coro dirigido por Gea Garatti Ansini.

Un éxito muy cálido premió una velada de alto nivel, a la altura de los símbolos que representó, y en este caso no disgustó para nada que se presentó en formato de concierto.

Compartir: