L’elisir d’amore en Mazatlán

Carlos Alberto Velázquez (Nemorino) y Mariana Ruvalcaba (Adina) en L’elisir d’amore de Gaetano Donizetti en Mazatán

Junio 29, 2024. “Fan de su relación”, escribió Belcore en los comentarios de una fotografía de Adina y Nemorino, en la publicidad en redes sociales de esta nueva propuesta de la ópera L’elisir d’amore (1832) de Gaetano Donizetti (1797-1848), presentada los pasados 28 y 29 de junio en el Teatro Ángela Peralta de Mazatlán, Sinaloa. 

La alusión a uno de los memes surgidos a partir del triángulo amoroso del momento en México —Ángela Aguilar, Christian Nodal y la argentina Cazzu— despertó hilaridad y revuelo en quienes lograron captar su significado hiperactual, pero sobre todo generó atractivo ante una probable relectura de este título clásico del repertorio belcantista.

Y así fue. El amor, tanto como este título que lleva libreto de Felice Romani basado en Le philtre de Eugène Scribe —como la ópera y la vida misma—, se prestan para realizar muchas locuras, que a su vez transitan por diversas emociones convergentes. Así se explica la puesta en escena firmada por Rodrigo Caravantes, quien trasladó las acciones a un hospital psiquiátrico en el que se cristaliza esta historia divertida, sentimental y entrañable.

Con producción ejecutiva de Patricia Pérez, coproducción de Escena 77, el Instituto de Cultura, Turismo y Arte de Mazatlán, así como la empresa TG Soluciones, con el apoyo de Inbursa y el esquema del estímulo fiscal EFIARTES, la propuesta contó con la participación musical de la Camerata Mazatlán y el Coro Ángela Peralta (dirigido por María Murillo y Sergio Castellanos) bajo la batuta concertadora del maestro Sergio Freeman.

El resultado de las premisas, ya en la interpretación, generó un refrescante acercamiento a los personajes y a sus circunstancias, con respeto a sus actos y motivaciones, a pesar de los cambios drásticos de ambientación.

La escenografía de Robertha Coronado consistió en columnas y celosías de madera a nivel piso y en las alturas, para sugerir puertas de diversos pabellones y observancias. La iluminación de Agustín Martínez aportó dimensiones a la escena, no solo a través de instantes emocionales, sino también por reflejos de color sobre el piso, mientras que el maquillaje de Axiel Díaz, con grandes ojeras timburtonianas sobre los rostros de los protagonistas, aseguraba un relieve gestual y expresivo entre la locura y la pasión.

El vestuario, diseñado por Laura Arriaga en predominantes tonalidades beige-interno, incluyó uniformes, camisas de fuerza y otras prendas en sintonía con la propuesta de Caravantes, lo que pareció enfatizar la dificultad para distinguir la locuacidad, alienación y conducta disparatada de los internos, los cuidadores y el personal médico. Todos son habitantes destornillados de ese mismo universo.

El elenco fue un muestrario del paulatino relevo de cantantes en México. Un cartel juvenil, ciertamente, con virtudes y retos múltiples en su desarrollo, pero encaminados a consolidar una carrera lírica.

La soprano Mariana Ruvalcaba encarnó una simpática Adina de voz ligera, muy oportuna para los momentos de lirismo, agilidad y coloratura, si bien en los pasajes más remarcados del drama se acusaron aires capretinos. La comedia, así como la presunción coqueta le vinieron bien. El siempre ingenuo y transparente Nemorino fue encomendado al tenor Carlos Alberto Velázquez, pleno en voz y transmisión emocional del personaje. Además, su participación escénica permitió hablar de un montaje inclusivo pues, como en su caso de ceguera, vinculó a cantantes en el coro con otro grado de discapacidad visual y alguno más de autismo.

Rodrigo Urrutia, como Dulcamara, vende su «elixir de amor»

En la puesta en escena también pudieron verse muletas o alguna silla de ruedas, como la que tomó para la barcarola del segundo acto el bajo Rodrigo Urrutia, quien fue un Dulcamara de gafas oscuras que enfatizó su grado de doctor —literal, con un cochecito de medicamentos, menjurjes y otros estupefacientes, prometiendo curas múltiples— de grata charlatanería y un canto digno, de acuerdo a sus características y facultades vocales, sin forzarlas.

El barítono Daniel Gallegos caracterizó un Belcore —jefe de camilleros— que entró en esa dinámica de galantería fanfarrona, con voz dinámica en matices y expresividad, mientras que la soprano panameña Susan Samudio abordó el rol de Gianetta, y lo interesante de su aproximación vocal e interpretativa resultó el punto en que se situó entre el personal de la institución y sus internos: entre el hospital psiquiátrico y el manicomio.

La ejecución musical de Freeman y la Camerata Mazatlán brindó acompañamiento, con identidad estilística y sobre todo comprensión del tipo de cantantes emergentes que participaron. En otras palabras, permitió el canto de los solistas con la integración del coro, y ello en conjunto se tradujo en momentos que alcanzaron la intimidad amorosa, la farsa colectiva y, por si fuera poco, divertidas coreografías al ritmo de la música y las acciones, con todo y sus toques sinaloenses.

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