Der fliegende Holländer en Turín

Escena de Der fliegende Holländer de Richard Wagner en Turín © Daniele Ratti

Mayo 19, 2024. El holandés errante de Willy Decker (repuesta en esta ocasión por Riccardo Fracchia) es un montaje muy conocido que se vio por primera vez en un escenario en París, hace un cuarto de siglo y fue ya visto en el Teatro Regio de Turín en 2012. Se trata de una producción nada descriptiva ni caligráfica, que no se basa en una narración ya descontada y muy conocida. 

El mar y el buque apenas se intuyen, estando el director alemán más interesado en el trasfondo psicológico del libreto wagneriano. Así, Decker propuso su espectáculo en la evocación de dos mundos: uno real, el material, y el otro fantástico, onírico e imaginario, que se comunicaban a través de una gigantesca puerta blanca situada en el costado derecho del escenario, sin necesidad de elementos escénicos particularmente significativos. Había solo mesas, sillas, cuerdas y poco más para un montaje verdaderamente minimalista pero estrechamente sugestivo en el que la música fue la verdadera protagonista. 

Sin embargo, fue justo con esta ópera, ejecutada por primera vez en Dresde en 1843, con la que Richard Wagner comenzó a utilizar en un modo siempre más consciente la técnica del leitmotiv, una técnica que luego refinaría permitiéndole transformar poco a poco a la orquesta en la voz interior de sus personajes con una sumersión psicológica sin precedentes. 

Se hubiera podido optar por la primera y más rara versión de la ópera, aquella que se puso en escena en el Königliches Hoftheater de Dresde el 2 de enero de 1843 bajo la conducción del propio compositor, quien posteriormente reelaboró la partitura aligerando la instrumentación y agregándole el leitmotiv de la redención, tanto en el final de la Obertura y hasta el final de la ópera, para llegar a la ejecución en un acto único (sin intervalos) tan deseada y finalmente preparada por Cósima Wagner en 1901.

Decía que hubiera sido más apta la versión de Dresde porque en el espectáculo de Decker no hay redención. Senta lucha desde el inicio con su neurosis, y su subconsciente enfermo genera ilusiones, fantasmas que al final la llevarán al delirio y al suicidio. Todo lo que se refiere a la leyenda del holandés errante no es nada más que la proyección mental de su inestable psique. Así, Senta se convirtió en la verdadera protagonista. De hecho, apareció en escena desde el inicio de la ópera.

Nathalie Stutzmann, notable también por su carrera de contralto en el repertorio antiguo y que ya vestida de directora de orquesta trabajó en Bayreuth, impuso una conducción impulsiva, apremiante, pero a veces un poco pesada, y el equilibrio entre instrumentos de viento y cuerdas no se logró de manera óptima, quizás también por la falta de costumbre de la orquesta con este repertorio. De hecho, el último título wagneriano escuchado en el Regio, que fue Tristan und Isolde, se remonta a 2017. 

Brian Mulligan personificó con actitud y carácter un holandés creíble. Con una voz bien impostada y sólido en la conducción de la línea musical, el barítono estadounidense convenció también por su presencia escénica. Quizás le faltó un poco de mayor finura en el fraseo. Óptima estuvo también la Senta de Johanni Van Oostrum, soprano lírico que mostró cierta facilidad en sus salidas en el registro agudo. Su Senta fue intensa, de bello acento, pero un poco débil en el centro. Robert Watson prestó su voz a un Erik vigoroso, pero de timbre un poco leñoso y línea de canto un poco monocorde. 

Desafortunadamente, Gidon Saks (Daland) estuvo indispuesto y, sin embargo, participó en la función, pero su desempeño no es juzgable aun intuyendo sus indudables cualidades. Adecuado fue el aporte de Annely Peebo en el papel de Mary, mientras que Matthew Swenson cantó en modo ejemplar la parte del Timonel con su voz de tenor lírico y con dicción límpida. Al final, estuvo extraordinaria la prueba del Coro del Teatro Regio reforzado para la ocasión por el Coro Maghini, ambos bajo la atenta y precisa dirección de Ulisse Trabacchin.

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