Don Quichotte en París

 Etienne Dupuis (Sancho) y Christian Van Horn (Don Quichotte) en el Théâtre La Bastille de París © Emilie Brouchon

Mayo 23, 2024. Esta nueva producción de la gran obra de la vejez de Jules Massenet, ideada por el aclamado Damiano Michieletto, parecía muy prometedora y ha tenido reseñas entusiastas. La idea de partida es buena. 

El protagonista escribe su propia historia, mezcla de fantasía y realidad y Sancho es algo así como su amigo-mayordomo. Pero la escena única conspira contra la fantasía e imaginación, y no bastan algunos efectos (como caballos en el aire, cenizas en vez de molinos de viento) para, de un lado, responder a la música de Massenet (la escena de los molinos es realmente otra cosa en la partitura que lo que se ve, o no se ve, en el escenario) y, de la otra, procurar la sensación de melancolía y poesía que, por ejemplo, las escenas con Dulcinea y sus amantes conllevan. 

Probablemente el mejor momento sea la gran defensa que Sancho hace de su amo (uno de los momentos más bellos de la partitura, el final del cuarto acto), lo que vuelve más intrascendente y poco feliz su primer solo sobre las mujeres con recursos revisteriles de los años 40 o 50 del siglo pasado, y eso que, digamos de paso, el mejor de todos los artistas implicados en la aventura de la reposición fue precisamente el que encarnó este personaje, Étienne Dupuis, quien mostró voz bella y adecuada, buena técnica, estilo y eso que se llama “verve”. 

Pero cuando se trató de emocionar, él fue el único en conseguirlo. Los decorados de Paolo Fantin no brillaron por su calidez ni belleza, pero mucho menos lo hicieron los trajes de Agostino Cavalca. El video no sirvió para mucho más que mostrar a algunos de los personajes (en particular Dulcinea) de tamaño más grande que en la vida. Muy bien las luces de Alessandro Carletti y en general bella la coreografía de Thomas Wilhelm. Y excelente el manejo del coro, muy difícil en sus escenas en esta ópera: estuvo un tanto estentóreo, bajo la dirección de la titular, Ching-Lien Wu, pero por otra parte la dirección de Patrick Fourmillier, a ratos acertada, se convertía de repente (en el inicio de la introducción u obertura, por ejemplo) en un torbellino que hacía pensar en Richard Strauss, y había que hacerse oír. Lo mejor fueron los momentos íntimos o elegíacos y en especial el último intermedio, donde la excelente orquesta brilló de veras.

El protagonista (vi al primero de los dos anunciados) fue Christian Van Horn, anunciado como bajo o bajo-barítono. Pues tengo para mí que es un barítono, solo que algo más oscuro que Dupuis, y la poca diferencia —a veces inexistente— entre los timbres es un error (cuando aquí mismo en la Bastille cantaron Samuel Ramey y Alain Vernhes la diferencia era palpable, como cuando en Barcelona la pareja era representada por Ruggero Raimondi y el grandísimo Gabriel Bacquier). 

Van Horn es un hombre alto (bien para el personaje), pero de complexión más que atlética. Canta bien, se mueve bien, pero el resultado no es demasiado personal y no deja huella. Claro que es mucho mejor que la Dulcinea de Gaelle Arquez (quien debía estar cantando en Barcelona La Cenerentola, pero no pudo “por motivos personales”), de voz pequeña, bien timbrada, pero en cuanto la somete a presión aparece un trémolo molesto y el grave, cuando se oye, es de color distinto y no precisamente grato. Como artista lo hizo bien, pero ni de lejos llegó al nivel de las referentes del papel (Teresa Berganza, Régine Crespin, Anna Caterina Antonacci, por orden cronológico), a las que con una frase bastaba para pintar al personaje. 

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