La juive en Turín
Octubre 1, 2023. Para la inauguración de la nueva temporada 2023-24, el Teatro Regio di Torino propuso un título de suma importancia para la historia de la grand-opéra francesa, y se puede decir también para la historia de la ópera tout-court. Me refiero a La juive (La judía) de Fromental Halévy, hasta hoy un título aún raro en los escenarios italianos, y diré casi desconocido también en los escenarios internacionales.
En el primer siglo de su vida, de 1835 (fecha de su estreno) hasta 1934, la ópera de Halévy se presentó en escena en París ¡en 600 ocasiones!, demostrando su extraordinaria popularidad, y era muy apreciada por Franz Liszt, Richard Wagner y Gustav Mahler. Después de eso, nada más, hasta las primeras reposiciones modernas realizadas hace poco más de 20 años.
En su primera reposición moderna parisina, en 2006, la ópera fue dirigida por Daniel Oren, amplio conocedor y admirador de esta obra maestra, y fue justo al propio maestro israelí a quien le fue confiada la batuta en esta producción turinesa. El libreto de Eugène Scribe contextualiza históricamente la trama sobre los hechos ocurridos en el concilio ecuménico de la iglesia católica llevado a cabo en Constanza, en el sur de Alemania, en 1414, que narra un evento de tensiones religiosas, pasiones violentas y golpes de escena.
Por su parte, Halévy compuso una partitura suntuosa, grandiosa y rica en páginas memorables, con una conducción perfecta de escenas grupales, una facilidad melódica fuera de lo común y un sabio uso de la orquesta como una voz íntima capaz de ir a la profundidad de las situaciones y del interior de los personajes. Daniel Oren se mostró a sus anchas en este contexto, y dirigió con buen paso teatral, impulso y pasión. La división de tiempos fue siempre meditada, el cuidado de los timbres muy atento, y los momentos más interiores y recónditos de la ópera fueron colocados en primer plano, algo que nunca me había sucedido escuchar así.
Además, Oren sabe acompañar a los cantantes como pocos, y la relación foso-escenario fue siempre perfecta. Naturalmente que se le realizaron algunos cortes a esta partitura de cinco actos, aunque esta vez menos de lo normal. El espectáculo de Stefano Poda, que curó la dirección escénica, coreografías, escenarios, vestuarios e iluminación, se centró definitivamente en tableaux vivants, sobre una rica gestualidad (a veces se notó un poco hiperactiva sobre el escenario), hacia el ritualismo, elaborando una puesta en escena de impacto visual en los que los personajes por sí solos tenían una razón de ser en cuanto a que eran elementos, casi engranajes, insertados en una muy amplia visión ritual y espiritual.
Un escrito en latín «Tantum religio potuit suadere malorum» (traducido como «la religión podía así persuadir a uno a cometer grandes males») —tomado de De rerum natura de Lucrecio, poeta y filósofo de la antigua Roma y adepto al epicureísmo— destacaba en el telón de fondo, en una visión del director que quería subrayar los errores y horrores cometidos en cada época en nombre de la religión, algo desgraciadamente aún muy actual. Como es habitual, Poda jugó en dos planos diferentes, el puramente visual, construyendo instalaciones con un cierto efecto, y el más conceptual, que no fue siempre muy comprensible, valiéndose de una parte mímica.
En cuanto al elenco, no se puede más que alabar sin reservas al tenor Gregory Kunde, extraordinario protagonista, por su desempeño vocal y escénico. Su Eléazar, papel creado por Adolphe Nourrit en 1835, uno de los más grandes tenores del siglo XIX, logró conjugar magníficamente las cualidades de una voz que en el transcurso de su vida profesional ha sufrido una impredecible transformación, amalgamando con ella el estilo del tenor rossiniano, en la primera parte de su carrera, con el del tenor dramático. Su capacidad en ese sentido ha sido insólita, pues ha podido cantar tanto el Otello de Rossini como el de Verdi. En el rol de Éléazar, su recorrido artístico parece haberse encontrado con un éxito definitivo. Kunde cantó un gran personaje trágico. A pesar de su largo camino artístico, su voz es aún muy sólida, sobre todo en el registro agudo. Su expresividad y su notable refinamiento en el fraseo hicieron el resto, decretando así el triunfo del tenor estadounidense.
También el principal rol femenino fue creado por una célebre cantante de la época, Marie-Cornélie Falcon, soprano cuyo apellido ha definido con el paso de los años justo ese tipo de soprano dramático que posee un timbre más oscuro, con un corpulento registro medio-grave. Mariangela Sicilia delineó una Rachel de timbre más lírico, mostrando calor en la línea de canto y emoción en el acento, en un papel que vive exactamente de pasiones y contrastes.
Desenvuelta, ágil y segura lució la Princesa Eudoxie interpretada por Martina Russomanno; como convincente estuvo también el tenor contraltino rumano Ioan Hotea que prestó su voz a un Príncipe Léopold preciso y educado en los sobreagudos, mientras que el Cardenal Brogni de Riccardo Zanellato no mostró el peso vocal en la zona grave que requiere la parte, pero resolvió bien su fundamental personaje, mostrando suavidad en el acento y cuidado fraseo, y que al final estuvo más paternal que altivo.
Óptimos estuvieron el resto de los intérpretes de los papeles complementarios, como Albert, interpretado por Daniele Terenzi; Ruggiero, cantado por Gordon Bintner; y Un heraldo, de Rocco Lia. Al final, al pie del cañón estuvo siempre el Coro del Teatro Regio dirigido por Ulisse Trabacchin, que estuvo muy ocupado en esta ocasión.