Parsifal en León

Fiona Craig (Kundry) y Martin Iliev (Parsifal) en el Teatro Bicentenario de León © Naza PF

Abril 20, 2024. Presenciar una puesta en escena de Parsifal es un evento iniciático, se quiera o no. Amén de las órdenes místicas que consideren esta obra más allá de los propios límites impuestos por el compositor, es verdad que la historia del tonto inocente trasciende la propia naturaleza mítica y mística que la reviste.

Ahora bien, ser testigo de la primera representación de esta obra wagneriana en México es sin duda un hito tanto en la historia de la ópera en el país, como un evento sin igual para la multitud que acudió al Teatro del Bicentenario de León a ser parte de este festival sacro, bajo la visión de un intelectual de grandes dotes artísticas y refinamiento conceptual como el maestro Sergio Vela, una institución en nuestro país y allende fronteras. 

Que justamente haya sido un conocedor de la obra de Wagner como el maestro es sin duda un acierto para nuestro tiempo y para los anales de la historia en México. Su formalidad conceptual es muestra de capacidades a la altura de las grandes casas de ópera del mundo. La puesta en escena del maestro Vela es de un refinamiento que no desborda parafernalia ni se desgasta en recursos innecesarios: es mínima y aun así basta para transmitir esta última obra del canon de Bayreuth. La influencia, por otra parte, de directores como Robert Wilson, es notable, pero salta a la vista que se entiende a profundidad el lenguaje aprendido.

La escenografía sobria fue lo suficientemente elegante y simbólica para sumergirnos en la historia del grial, con una iluminación que permitió sugerentes cambios de emociones y situaciones enmarcadas dentro de una luz led que encuadró la obra dentro de unos márgenes que prontamente fueron desbordados por el Coro del Teatro Bicentenario y el Coro de Niños del Valle de Señora, portentoso y preciso, en la dirección coral de Jaime Castro Pineda. El coro, situado en los balcones próximos al escenario, y oculto tras telas negras, irrumpe llenando el auditorio con su sonoridad, permitiendo que el público se integrara, simbólicamente, en la narrativa wagneriana. Las franjas de luz led ya no delimitan el acaecer mítico, sino que nosotros nos convertimos en parte de esta experiencia transformadora, junto a Parsifal, que bebe agua del río al borde del proscenio.

Así, pues, el argumento se ve estimulado por una narrativa visual que nos acerca a esa Gesamtkunstwerk del que algunas ocasiones habló el propio Wagner y que pronto se convirtió en una obligación a la hora de intentar contar una historia de tintes heroicos como esta de Richard Wagner.

Ya desde el primer acto llamó la atención la utilización de gestos como materializadores de elementos que son parte de la historia. Los bálsamos que buscan curar a Amfortas y que son sugeridos con unas manos conteniendo la imaginada pócima, son algunos ejemplos. Este recurso fue muy bien transmitido pues no notamos este vacío de atrezzo en la representación y mantiene una limpieza en la dirección, adquiriendo más fuerza poética. Sin embargo, podemos ver a Amfortas apoyarse con un visible bastón que nos hace preguntarnos por qué es un recuerdo material y no simbólico como los demás. Pronto nos llegará la respuesta en estas contraposiciones ontológicas que representan los personajes y elementos en la ópera. El bastón es la contraparte vieja e inútil de la lanza que Amfortas perdió en su lapso libidinoso que lo arrojó a la ignominia y a perder el objeto sagrado que tanto resguardaba. 

Hernán Iturralde (Gurnemanz) © Naza PF

Hernán Iturralde, el bajo-barítono que encarnó a Gurnemanz, tuvo una solvencia vocal notable, acompañado de una grandilocuencia interpretativa y un dramatismo que contuvo en todo el primer y tercer acto. Uno de los que más aplausos cosechó, pues supo transmitir la complejidad psicológica del personaje en conjunto con los movimientos coreográficos propuestos por la coreógrafa Ruby Tagle. 

Parsifal, personaje ingenuo y cuya participación vocal durante el primer acto es mínima, pero de suma importancia, fue interpretado por Martin Iliev, tenor consolidado y cuyo repertorio lo respalda como una voz importante. Sin embargo, acaso por la falta de seguidores para los personajes, su presencia, muda, pero medular durante el primer acto, se diluyó entre la iluminación general de la escena. Perdimos de vista su curiosidad callada que resulta reveladora para la psicología del personaje. Amfortas, en la voz del barítono Jorge Lagunes, conmovió con la trágica situación del cuidador del Grial. Su voz, grave y brillante corrió directo al espectador sin perder esa fuerza menguante de un rey derrotado.

Dentro de estos gestos simbólicos que colman esta puesta, cabe resaltar la figura del cisne cazado por Parsifal: se nos muestra descendiendo y posándose sobre el escenario durante todo el primer acto, suspendido en el aire, recordándonos la falta cometida hacia el tótem alado. Reaparecerá al inicio del tercer acto. Lamentablemente, el efecto de contrición que simboliza ese cisne, ahora convertido en huesos, lejos de constreñir nuestro corazón por el fatídico paso del tiempo, movió a risas a los presentes, asunto que nos hace pensar en la efectividad de estos códigos en un mundo que no entiende del todo el lenguaje simbólico y nos resulta difícil captar las sutilezas de algunas visiones escenográficas. El mensaje no golpeó con la crudeza que debería y cabe preguntarse sobre si la dirección lo transmitió mal o, más trágicamente, si estamos anestesiados como sociedad para entender conceptos abstractos, imbuidos como estamos en una sociedad paliativa.

Jorge Lagunes (Amfortas) © Naza PF

Cabe destacar la dirección orquestal a cargo de Guido Maria Guida, pues con un conocimiento cabal de la partitura, cuya experiencia previa queda clara sin duda alguna, y una orquesta que responde a las exigentes alturas interpretativas de la partitura, la música fue todo un deleite en cada momento. La Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato es sin duda una orquesta de primer nivel. Desde la primera nota nos dejó arrobados con su sonido. Las cuerdas fueron suntuosas y precisas, y en especial la sección de metales mostró capacidades notables para aguantar una interpretación que, recordemos, tiene dimensiones colosales. La fuerza y equilibrio de las voces del coro dejó escuchar un trabajo refinado que seguramente les tomó un largo tiempo. La respuesta a la batuta del maestro Guido evidenció una atención y concentración intachable en cada entrada, indicación y corte de la batuta.

Kundry, en la voz de la mezzosoprano Fiona Craig, cumplió con detalle las intrincadas y titánicas exigencias del rol. Su afilada y brillante voz no se molestó en competir con el monumental sonido orquestal, pues encajaba tímbricamente bien. El coro de las doncellas-flor merece mención aparte, pues durante su intervención contrapuntística mostraron unas capacidades de proyección, claridad en el texto y riqueza dinámica que embelesó a la audiencia. El conjunto fue aplaudido de manera efusiva al final de la representación. Se sabe que esta parte del segundo acto es muy complicada y muchas veces causa problemas en la dirección, pero no fue el caso. La claridad del trazo del maestro en su batuta permitió seguir con puntualidad sus entradas e indicaciones. Andrea Arredondo, Sugey Castañeda, Carolina Herrera, Alejandra Gómez, Daniela Rico y Edna Isabel Valles, todas ellas excelentes voces, estuvieron acompañadas por un conjunto de bailarinas que hacían las veces de una especie de alter ego que completaba al personaje: un acierto visualmente impecable y simbólicamente rico en complejidad.

Óscar Velázquez (Klingsor) © Naza PF

Quien sorprendió por la potencia de su voz, su poderosa proyección dramática y violenta interpretación acertada para el personaje fue el bajo-barítono Óscar Velázquez en el papel de Klingsor. El segundo acto se completó poderosamente con su presencia. Cabe señalar la propuesta en el segundo acto, cuando Parsifal, abordado por las doncellas-flor, no cede a sus propuestas, pero sí lo hace al llamado de Kundry que lo llama por su nombre: Parsifal. Así lo llamaba su madre, lo sabemos, y los tintes psicoanalíticos avant la lettre son bien claros. Así lo entiende Sergio Vela y nos lo muestra en la escena entre Kundry/Psicoanalista/Madre y Parsifal/Paciente/Edipo, poniéndolos en una clásica escena de diván. Las gafas, anacrónicas en el contexto, pero acertadas en simbolismo, transfieren el poder psicoanalítico de los personajes al irse intercambiando los papeles conforme van interviniendo. El tabú está ahí, a mi parecer, completando el tema con el cisne como tótem transgredido por Parsifal en el primer acto.

El vestuario, siempre impecable, en este acto sigue representando el mito, pero el contexto escenográfico agrega una capa nueva al subtexto. El cubo que simboliza el grial y que durante el final del primer acto emerge sorpresivo, ahora se convierte en ese estudio de analista freudiano antes de Freud. Ese vestuario, a cargo de Violeta Rojas, jugó con una simbiosis entre referencias a atuendos de la iglesia católica, como los colores morados en Gurnemanz, que representan la penitencia y las fechas de cuaresma y todo ese asunto religioso, así como también trazos orientales, que equilibran, además de todo lo propuesto a nivel escénico, todas los estadios simbólicos y filosóficos que Wagner deja en su última obra. El Parsifal de Sergio Vela, pues, es una propuesta equilibrada, no secularizada, pero con un equilibrio constante en su simbología.

Esto mismo lo atestiguamos ya al final, cuando es restablecido el orden: es devuelta la lanza sagrada, es salvado Amfortas, recuperada la dignidad de los caballeros del grial y Parsifal se convierte en el principal guardián de este símbolo, una copa, que en esta propuesta no aparece y vuelve más complejo aún más el asunto, volviéndolo más fascinante. Parsifal queda entre las nubes, lleno el escenario, en un acierto visual y técnico inolvidable; solo frente a la Voluntad de Arthur Schopenhauer, a lo divino; frente al Noúmeno de Immanuel Kant, al velo de Maya. Las luces se apagan y el auditorio irrumpe en aplausos.

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