Tannhäuser en Múnich

Yulia Matochkina (Venus) y Klaus Florian Vogt (Tannhäuser) en Múnich, 2024 © W. Hösl

Julio 25, 2024. El Festival de Ópera de Múnich, que cada verano celebra la Ópera del Estado de Baviera, es uno de los más importantes de la Europa Central y sirve de preludio a los de Bayreuth y Salzburgo. Este año una de las reposiciones más interesantes ha sido la de Tannhäuser de Richard Wagner, una producción de 2017 con puesta en escena de Romeo Castellucci.

La dirección orquestal de Sebastian Weigle es seria, intensa y nada inclinada a efectismos innecesarios. Esta orquesta ofrece, como es habitual en ella, un sonido oscuro y compacto, especialmente en las cuerdas y en los metales. Sin embargo, Weigle sabe también obtener de este conjunto, técnicamente al más alto nivel en todos los sentidos, el rico colorido que exige la partitura. La dinámica y el fraseo son excelentes, al igual que la configuración de planos sonoros. La orquesta se luce no solamente en la obertura, sino que mantiene un brillante protagonismo a lo largo de toda la obra. Interesante es la lectura que se hace en el segundo acto de la marcha de entrada de los huéspedes, elegante, tersa, sutil, poniendo de relieve la festividad y la solemnidad de la pieza y huyendo de toda marcialidad fácil. En conjunto puede hablarse de una interpretación muy versátil y modélicamente concertada con los solistas y el coro. Éste, bajo la dirección de Christoph Heil, muestra un estupendo empaste, enorme potencia y la capacidad de afrontar con igual éxito los pasajes más contrastados.

Entre los solistas la estrella más esperada de la velada era evidentemente Klaus Florian Vogt, en el papel que da título a la obra. De ningún modo puede ponerse en duda que sea un gran artista, dotado de una voz bella, voluminosa y con amplio fiato. La cuestión es si se trata de un tenor verdaderamente wagneriano. Diríamos que el valor de su interpretación, muy alto en determinados pasajes, en conjunto es desigual. La melodiosidad de su línea de canto y el timbre de su voz son bastante más mozartianos que propios de un tenor heroico. Y así en algunos momentos se tiene la impresión de que un Tamino, un Belmonte o un Don Ottavio extraviado ha ido a parar involuntariamente a la Montaña de Venus. Falta la recia virilidad que se espera de un Tannhäuser en su lucha consigo mismo y con las tentaciones de Venus. En ‘Dir töne Lob’ (acto I), por ejemplo, se echa de menos el carácter heroico y resoluto que exige la partitura. Lo que oímos es un Tannhäuser inofensivo y bastante ingenuo, blando, casi un adolescente que canta, eso sí, muy bellamente. En cambio, en los pasajes más líricos, a los que Vogt borda hasta en los más pequeños detalles y a los que confiere gran intensidad, su voz brilla con luz propia. En el tercer acto, incluso en los pasajes de mayor tensión dramática, su interpretación es arrebatadora. Pero no le pidamos que encarne a un héroe…

Yulia Matochkina, en cambio, es una Venus mucho más conforme a la ortodoxia wagneriana. Posee une voz grande, de bello timbre, con un buen centro, pero que sobre todo resplandece en el segmento superior de su tesitura. Su interpretación refleja todas las facetas que exige este papel con sus fuertes cambios de afectos, pero acentuando más el temperamento apasionado y dominante del personaje que su faceta sensual y seductora. En abierto contraste, como debe ser, la Elisabeth de la soprano noruega Elisabeth Teige asume tonos adecuadamente líricos, pero sin por ello privar a su parte de la carga dramática que le es propia. Ya en su aria de entrada pone de manifiesto sus cualidades: un registro que le permite afrontar todo el papel cómodamente y sin forzar en ningún instante, una voz redonda y cálida y un flujo melódico que se desata con toda naturalidad. En el plano puramente interpretativo lo más llamativo es su capacidad de matizar, mediante un fraseo y una técnica sabiamente empleados. De este modo consigue crear una figura emocionalmente convincente y musicalmente muy grata.

La parte de Wolfram tiene un intérprete más que apropiado en Andrè Schuen. Tanto sus cualidades vocales como su presencia escénica hacen de él una de las figuras más felices de este reparto. Su contenida y a la vez vehemente interpretación transmite el fervor y la seriedad del personaje de Wolfram. Su instrumento vocal, en excelente forma y rico en armónicos, suena siempre sobrio y auténtico, sin caer en sentimentalismos ni excesos, creíble y musicalmente noble. Sin Anger no es, al menos en su primera intervención, un Hermann ideal (su articulación y acentuación serían mejorables), pero a lo largo de la función su interpretación se afianza, crece y termina por satisfacer. 

Escena de la producción de Romeo Castellucci de Tannhaüser de Richard Wagner para Múnich © W. Hösl.jpg

Entre los papeles de menor extensión sobresale el verdaderamente estupendo Biterolf de Martin Snell. También Jonas Hacker ofrece un Walther muy apreciable, mientras que Eirin Rognerud interpreta exquisitamente la hermosa parte del Pastor.

Y así llegamos a la puesta en escena de Romeo Castellucci, que también es autor de los decorados, el vestuario y la iluminación, emulando así al artista total que quiso ser Richard Wagner. Aquí estamos ante la tal vez mejor producción de la Ópera del Estado de Baviera en lo que va del siglo, como mínimo por lo que respecta al aspecto visual, aunque también seguramente en lo conceptual.

Para hacerse una idea de esta escenificación, es inevitable referirse a los modelos que muy probablemente han inspirado a Castellucci. En primer lugar, la combinación de abstracción, severidad y un cierto clasicismo “apolíneo” hacen pensar en Wieland Wagner. Pero aún más que éste, parecen haber sido Edward Gordon Craig y, sobre todo, Adolphe Appia los lejanos pero muy influyentes padrinos de esta puesta en escena. Appia teorizó sobre la escenificación de las óperas de Wagner y puso el acento en el uso de la luminotecnia, algo que en su tiempo todavía era una utopía inalcanzable, y en los llamados “espacios rítmicos”, que en escena debían traducir la música a imágenes. 

Pues bien, si algo llama la atención en esta escenificación es la muy bella musicalidad del concepto luminotécnico, siempre armonizado con la partitura. Perfectamente coordinados con esta iluminación, los austeros decorados “actúan” siguiendo algo que podríamos denominar coreografía por su consonancia con la música, como ocurre en la “Hallenarie” de Elisabeth, durante la cual todo el espacio escénico está en movimiento, concretado en los desplazamientos de los decorados, una refinada visualización de la partitura. Lo mismo puede decirse de las evoluciones de las bailarinas y las figurantes en otros momentos, sobre todo en el primer acto. Prácticamente no hay otros elementos dinámicos en el escenario, ya que los cantantes apenas actúan y se mantienen bastante estáticos, dejando que la música haga casi innecesaria la gestualidad y el movimiento. En este sentido podría decirse que apenas hay una dirección de actores.

La austera, abstracta elegancia de la puesta en escena no solo sirve para visualizar la música, sino también como soporte a toda una panoplia de símbolos que más que alcanzar al espectador por vía intelectual, llegan a él mediante asociaciones libres e impresiones sensoriales. Para comentar esta simbología, por otro lado harto subjetiva, haría falta un largo y enjundioso ensayo, por lo que renunciamos a entrar en una exposición pormenorizada. Como ejemplo mencionaremos solo la imagen de Venus en el primer acto, envuelta en una masa de carne en la que se diluye la individualidad de sus súbditos (aquí figuras sin rostro y cuyos cuerpos se confunden unos con otros). Esta visión repulsiva del placer erótico representa la percepción subjetiva de Tannhäuser, hastiado del mundo venusino. Las mujeres que bailan desnudas en la gruta, en contraste, son la vertiente seductora de ese mismo mundo del placer carnal.

También hay, inevitablemente, aspectos que no convencen del todo. Durante la obertura un grupo de jóvenes amazonas de luengas cabelleras oscuras, ataviadas solo con largas y casi transparentes faldas blancas y armadas con arcos y flechas, realiza evoluciones que se corresponden exactamente con la música. Una y otra vez lanzan flechas contra las imágenes de un ojo y una oreja proyectadas sobre el fondo del escenario. Desde el punto de vista estético, se trata de unas imágenes exquisitas y llenas de misterio. Pero la severa elegancia de la escena no acaba de concordar con la exuberancia y la sensualidad de la partitura. Por otra parte, el lanzamiento de flechas llega a ser repetitivo y así acaba por perder la conexión con una partitura que no lo es en absoluto. El tercer acto, por poner otro ejemplo, resulta demasiado lúgubre, demasiado oscuro. 

En todo caso, el trabajo tanto de Romeo Castellucci como de sus colaboradores Cindy van Acker (coreografía) y Marco Giusti (video) es estéticamente exquisito y conceptualmente muy serio. Al final de la función el espectador se va a casa con el deseo de volver a ver y oír este Tannhäuser tan pronto como sea posible.

Escena de las amazonas con sus arcos y flechas durante la obertura © W. Hösl

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