Tosca en Madrid

Michael Fabbiano (Cavaradossi) y Maria Agresta (Tosca) en Madrid

Julio 14, 2021. Un buen número de las óperas de Puccini se apuntala sobre un contexto espacio-temporal que contribuye a perfilar los personajes y a estructurar el argumento. Así, La bohème (1896) nos traslada al Barrio Latino de mediados del siglo XIX, Madame Butterfly (1904) a un Japón feudal confrontado con las aspiraciones colonialistas de Estados Unidos, y La fanciulla del West (1910) a un Lejano Oeste en plena «Fiebre del oro», por citar solo tres ejemplos muy diferentes entre sí. 

Dicho contexto histórico no dota sin embargo de significado a las tramas puccinianas, pues como nos recuerda Faustino Núñez en su artículo “Palabras sencillas para delirios de amor”, en el libro de la Temporada 2003-2004 del Teatro Real: “Lo que de verdad apasionaba a Puccini eran las emociones de sus personajes más allá de otras consideraciones, ideales políticos de cualquier otra índole que pudieran servir, y de hecho sirvieron, de fondo argumental a sus óperas”. Y más adelante continúa explicando que a pesar de que sus libretistas, especialmente Illica, buscaban “imprimir protagonismo a los acontecimientos políticos, [terminaban] topándose con la intransigencia del músico, que desechaba todo aquello que no se amoldase a su intención principal, los afectos”. De ahí que decidieran pasar de una primera versión de cinco actos a la versión actual de tres, a costa de recortar trama política.

La acción de Tosca (1900) se desarrolla durante las campañas napoleónicas en Italia, y pone en juego el enfrentamiento entre los defensores de los ideales revolucionarios y sus detractores, quienes luchan por perpetuar el antiguo régimen. El enfrentamiento se salda con la derrota de estos últimos en la batalla de Marengo en junio de 1800.

Si bien estos hechos sirven para desencadenar la acción dramática, una puesta en escena que da demasiado protagonismo a la Revolución, como es el caso de la que propone Paco Azorín, no está exenta de riesgos. En su propuesta escenográfica Roma ha quedado reducida a una simple idea, mientras que lo que vemos en el primer acto es un retablo con cuatro “Santas” de Zurbarán, algunas de las cuales fueron expoliadas por el mariscal Soult durante la campaña napoleónica en España. 

Esta inespecificidad escenográfica, sumada al hecho de que en España la soberanía nacional y la separación de poderes cristalizaron como reacción a la invasión francesa, reducía este Vive la révolution a una simple entelequia con cierto tufillo de guayismo progre, a un “¡Viva la revolución por la revolución!” que poco tenía que ver con la intención del músico de Lucca. 

Por otro lado, el uso de una mujer desnuda que se pasea por el escenario para simbolizar la libertad, a modo de la que pintó Delacroix guiando al pueblo, me resultó decimonónico en exceso (a pesar de que en esa época no se hubiera permitido tal licencia).

En el lado positivo, hay que subrayar el acierto de construir un decorado giratorio que hace las veces de retablo de iglesia en su parte cóncava (acto I) y de paredes de las dependencias de Scarpia en el palacio Farnese en su parte convexa (acto II), simbolizando así la alianza entre el poder religioso y el poder civil. En las ventanas de estas paredes se ven ojos escudriñadores como metáfora de la policía secreta que dirige el barón, cuya perfidia se hace aún más patente al descubrirse las mazmorras del palacio a ambos lados del escenario, llenas de prisioneros moribundos. Además, en el tercer acto, la estructura giratoria desciende y da lugar a la terraza del castillo Sant’Angelo, desde donde Tosca no dudará en arrojarse al vacío. También es de celebrar la fluidez y la vistosidad con la que se despliegan los coros en sus breves intervenciones. 

El ‘Te deum’ del primer acto, en forma de una multitudinaria procesión por la iglesia de Sant’Andrea della Valle, resulta espectacular, algo a lo que también contribuye una acertada iluminación de Pedro Yagüe. La procesión, por otro lado, da paso a una escena onírica protagonizada por Scarpia, de gran impacto. Azorín también se muestra ducho en la dirección actoral, con dos salvedades. Se diría que Tosca, por su colocación en el escenario, entona el ‘Vissi d’arte’, no a modo de plegaria o de conversación consigo misma, sino como si estuviera dirigiéndose a su verdugo, que yace en el suelo como inconsciente. Al término del aria de la soprano, Scarpia se levanta de repente y sigue hablando. Poco creíble. Por otra parte, en el tercer acto hay demasiadas idas y venidas del carcelero, y demasiadas aperturas y cierres de puertas, lo cual rompe con la atmósfera.

Nicola Luisotti, que tantas pruebas ha dado como buen conocedor del repertorio, nos brindó la riqueza tímbrica y la intensidad sonora que requiere Tosca, arrancando de la Orquesta Titular del Teatro Real esas inconfundibles atmósferas melódicas puccinianas. Sin embargo pecó de gustarse demasiado a sí mismo, y en algunos pasajes no reparó en el volumen, con el consiguiente menoscabo a la actuación de los cantantes, sobre todo de la soprano, y la consiguiente pérdida de sutilezas. Mención aparte merece la sección de viento-madera de la orquesta, con los clarinetes solistas a la cabeza, por su excelente trabajo. Tanto el Coro titular del Teatro Real, dirigido por Andrés Máspero, como los Pequeños Cantores de la Jorcam, dirigidos por Ana González, cumplieron su misión con brillantez en sus dos intervenciones, tanto vocal como escénicamente.

Tosca y Scarpia (Gevorg Hakobyan)

En cuanto a los solistas, me faltó química entre Maria Agresta (Tosca) y Michael Fabiano (Cavaradossi), a pesar de que acababan de interpretar juntos estos roles en la Ópera Bastille. Ella salió al escenario con una mano vendada (¿gajes del oficio?) y transmitió la sensación de que se encontraba algo incómoda. Dicho esto, su Tosca fue destacable por varias razones: su línea de canto, con un buen legato, su entrega interpretativa y su amplitud vocal. Subió con facilidad al registro agudo y mostró puntualmente su voz de pecho. Además, supo matizar su timbre, que tiende a lo acre, e intentó controlar el vibrato para adecuarse mejor al papel de joven enamorada. Su ‘Vissi d’arte’ fue ejecutado con emoción y buena técnica, aunque recibido con frialdad por el público. 

Fabiano debutó hace solo un mes este rol en París, para el cual reúne todas las cualidades vocales necesarias. Su voz ha ganado cuerpo y volumen en los últimos años, sin perder naturalidad. Provisto de un fino vibrato y un timbre cálido, emitió en la zona aguda con seguridad y, por momentos, un exceso de metal. Encarnó a un Cavaradossi intenso que mostraba más pasión por sus ideales revolucionarios que por Tosca. En el primer acto estuvo algo frío y le vimos dar pasos erráticos por el escenario, por lo cual su ‘Recondita armonia’, bien ejecutada desde un punto de vista técnico, resultó menos creíble. Cantó ‘E lucevan le stelle’ más contrastado y lleno de sentimiento, que fue lo más aplaudido de la noche.

El barítono armenio Gevorg Hakobyan sorprendió con su voz grande de timbre oscuro, usada de un modo inteligente, sin ningún tipo de afectación y muy apropiada para su personaje. Perfiló a un Scarpia brutal por instinto, sin atisbos de inteligencia sádica, resultando expresivo y creíble en todo momento. 

Mikeldi Atxalandabaso fue un Spoletta de lujo. Y también destacaron en sus personajes Valeriano Lanchas, que pareciera un auténtico sacristán, y Gerardo Bullón, como Angelotti. La representación española se completó con David Lagares como Sciarrone, Inés Ballesteros como el Pastor y Luis López como carcelero. Todos acertados. 

Sin duda, esta Tosca está valiéndole al Teatro Real gran visibilidad en la prensa de todo el mundo, poniendo un broche de oro a una temporada que ya habrían querido para sí muchos otros teatros. Y eso que aún no han llegado los platos fuertes, con Jonas Kaufmann y Anna Netrebko como grandes estrellas, quienes cantarán (desgraciadamente no juntos) en las últimas funciones.

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