Maestro: Nace otra estrella
«Una obra de arte no responde preguntas;
las provoca»
Leonard Bernstein
Luego de presentarse el 2 de septiembre pasado en el marco del 80˚ Festival Internacional de Cine de Venecia y de su modesta presencia en salas de los Estados Unidos y contados países más, este 20 de diciembre Netflix incorporó a su catálogo Maestro, segundo largometraje dirigido por el también actor, guionista, productor y compositor estadounidense Bradley Cooper (1975).
En este filme, protagonizado por el propio Cooper y la actriz británica Carey Mulligan (1985), el drama de su argumento se entreteje de nuevo con entrañas musicales, tal como ocurriera en A Star Is Born (2018), el debut tras las cámaras del cineasta nacido en Filadelfia, Pensilvania, que en esa ocasión actuara al lado de la multifacética Lady Gaga (1986).
Maestro podría clasificarse como una biopic —lo es, como se verá, con ciertas peculiaridades—, pues como personaje central pone en pantalla al compositor, director de orquesta, pianista, pedagogo y difusor musical estadounidense Leonard Bernstein (1918-1990).
Aunque no se trata de un repaso integral o siquiera fragmentario de la biografía, el genio o la trayectoria artística del autor de obras como Candide (1956) o West Side Story (1957). El enfoque de esta película, que entre sus productores cuenta con los deslumbrantes créditos de Martin Scorsese (1942), Steven Spielberg (1946) y Todd Phillips (1970), es sobre todo a la relación de pareja que Leonard Bernstein tuvo con su esposa, la actriz chilena-costarricense Felicia Montealegre (1922-1978) y, por extensión, a la familia que ambos formaron con sus tres hijos: Jamie (1952), Alexander (1955) y Nina María Bernstein (1962).
Esa singular complejidad de pareja y familiar que encuadra Bradley Cooper es multifactorial. Y, de hecho, el protagonismo de Bernstein funciona como espejo para en realidad aluzar la personalidad y la historia de Felicia. No solo porque involucra el amor y diversos aspectos de la cotidianidad propia de cualquier persona, sino a una persona abiertamente bisexual que sostiene diversas aventuras homosexuales con la anuencia de su esposa y, llegado el punto, el conocimiento de sus hijos.
En ocasiones, las andanzas parecen enternecedoras y divertidas travesuras que no afectan los vínculos sentimentales; por el contrario: podría decirse que coronan los éxitos y reconocimientos, o bien que alivian la depresión y el miedo a la soledad de un personaje artístico que habría de consolidarse como el primer gran director de orquesta estadounidense y, a la vez, un compositor indispensable entre la gran tradición clásica europea y la propuesta americana que despliega en una voz propia múltiples influencias culturales, socioeconómicas y hasta raciales.
Pero otras veces esas aventuras liberales o licenciosas, según quiera verse, resultan capítulos dolorosos, infidelidades con alcohol y aspiradas de cocaína de por medio, que una mujer fuerte, de amplio criterio y admirable en su propia carrera, debe integrar a su vida, y la condena a ser una sombra a la luz de su cónyuge, porque dice conocer como nadie la esencia humana de Leonard Bernstein y la acepta abnegadamente. Él no la ha engañado, dice. Es ella la que se engañó al pensar que podría haber sido diferente.
Las tres primeras escenas de la película son carta de presentación suficiente para catar el vuelo y el conflicto argumental que el espectador presenciará en la pantalla. La primera, una entrevista en la que Bernstein, envejecido y nostálgico, añora a Felicia, quien ya solo es un fantasma que ronda su casa. La segunda, una llamada telefónica recibida por un Bernstein veinteañero que lo levanta de la cama que comparte con el clarinetista David Oppenheim (Matt Bomer —1977—) para sustituir, y sin ensayos, al mítico director Bruno Walter al frente la Orquesta Filarmónica de Nueva York, lo que será catapulta de su carrera. Y la tercera, el encuentro inicial entre Leonard y Felicia, un inevitable flechazo sentimental y de intereses mutuos, en una reunión organizada por el célebre pianista chileno Claudio Arrau.
La dirección de Bradley Cooper es tan opulenta y sólida como su caracterización del protagonista (más allá de que pueda discutirse qué tantos prostéticos de látex se usaron o serían convenientes para darle verosimilitud al intérprete). Por otra parte, ya no es sorpresa el talento histriónico y las capas emocionales y psicológicas que logra imprimir Carey Mulligan a sus personajes. Desde An Education (2009) y Promising Young Woman (2020) estuvo por llevarse el Oscar. Se quedó en nominación, y obtuvo algunos otros galardones renombrados; pero con Felicia Montealegre, sin duda, podría consumar otra hermosa y conmovedora venganza.
En Maestro, todo ello parte de un guion diestro en el que Cooper y Josh Singer (1972), ganador del Óscar por Spotlight (2015), privilegian el diálogo fluido e inteligente que integra ágil y profundamente las múltiples facetas de los personajes, desde luego con una gran dosis de escenas musicales en las que el intérprete protagonista se luce con empatía y amor a su personaje.
Sus movimientos al frente del coro o la orquesta recrean la singularidad concertadora de Bernstein quizá con demasiado énfasis y desaliño, pero la asesoría en ese sentido fue brindada por Yannick Nézet-Séguin (1975), director musical de la Metropolitan Opera House de Nueva York y la Orquesta de Filadelfia: ¿a qué más se puede aspirar para preparar un papel de director orquestal?
Después de todo, la propuesta estética de Bradley Cooper se consolida en su segundo largometraje y permite visualizar a un director versado e interesante, capaz de abordar historias con personalidad, templanza y fuerza expresiva.
Cada una de las escenas que filma en Maestro, elípticos y estilizados pasajes de la historia que desea mostrar son diversas en su composición de cuadro, en su puesta en acción y en el estilo de sus planos. Destilan cine porque recuerdan otras películas y otros cineastas en un discurso propio. En este sentido, el crédito de fotografía no es asunto menor, pues corresponde a Matthew Libatique (1968), quien se caracteriza por adaptar formatos, cámaras o lentes para escenas específicas dentro de la misma obra, dependiendo de las múltiples necesidades expresivas del director y su guion. Por algo es bien conocido, entre otras razones, como el fotógrafo de Darren Aronofsky (1969).
Sobre ello, podría anotarse que Maestro pasa del formato 16:9 a color, al 4:3 blanco y negro, y viceversa; no solo de acuerdo a la cronología y usos de las épocas que plasma, sino también a la apertura y libertad creativas y de vida de su protagonista.
Cooper no solo se dirige al público melómano, aunque ese pudiera ser su punto de partida aparente. En realidad, sus ambiciones cinematográficas parecen mucho más amplias y profundas. Desde hace mucho que ha nacido su estrella y acaso, como algunos críticos especializados vaticinan, ocupará un espectro cercano al del legendario Clint Eastwood (1930) en el cine estadounidense. Es muy temprano para asegurarlo. Por lo pronto, Maestro ya está en el streaming y, en el futuro inmediato, presente en la temporada de premios a la industria fílmica. Eso seguro. Esta historia sobre Leonard Bernstein aún tiene mucho que decir.