Gilda Cruz-Romo—Gloria de México para el mundo

Gilda Cruz Romo: “La voz humana puede llegar a ser el canto de los ángeles» © Ana Lourdes Herrera

 

Esta entrevista fue publicada originalmente en la edición septiembre-octubre, 2000 de la revista Pro Ópera. Se reproduce aquí nuevamente como homenaje a la soprano mexicana, que acaba de fallecer a los 85 años de edad.

Una voz mexicana resonante, plena de expresividad y emoción. Su nombre apareció con grandes letras en el Teatro Colón, el Metropolitan Opera House, la Scala, Covent Garden… en Viena, Moscú, París, Tokio, Sydney, entre otros escenarios donde aún resuenan los aplausos y gritos de “¡Brava, Gilda!”

Por su óptimo desempeño ha sido considerada una de las más grandes si no es que la más grande de las sopranos nacidas en nuestro país. Su figura y su recuerdo se tornaron verdaderamente internacionales, según aparece consignado en el libro I Remember too much (Mis recuerdos de la ópera) escrito por Dennis McGovern y Deborah Grace Winer, críticos del Met y de la revista Opera News.

Siempre con el orgullo de su nacionalidad, Cruz-Romo portó su buena figura y su técnica hasta los confines del bel canto y el verismo. Después de que hace ya varios años fijara su residencia en San Antonio, Texas, la inolvidable soprano jalisciense volvió a su patria para estar presente como parte del jurado en el Concurso Nacional de Canto Carlo Morelli. Durante su visita conversamos con ella para los lectores de Pro Ópera.

Cuando Carlos Chávez conoció a la joven María Gilda Cruz Díaz, le sugirió llamarse sólo Gilda Cruz, pero su matrimonio volvió a ampliar su nombre al agregarle un guión y su apellido de casada, el cual se tornaría famoso en todo el mundo… 

“Crecí en una familia donde se cultivó siempre el arte por la música y donde se tocaba el piano. Nací en el barrio de La Trinidad, cerca de Guadalajara, Jalisco, el 12 de febrero de 1940 y soy la menor de tres hermanas. Al principio quería dedicarme a la Medicina, pero mi madre me dijo que las chicas en la universidad no eran bien recibidas, por lo que mejor tuve que estudiar comercio a nivel bachillerato.”

 

¿Qué recuerda de su niñez?
“Cerca de los colegios maristas Victoria y Cervantes había un pequeño cine al que me llevaba mi nana. Llegaba a casa y me sentía toda una estrella. Mis pobres padres tenían que aguantar todo esto. Ir al cine me encantaba, porque cuando la actriz Deanna Durbin tenía que darle un beso a un actor, tapaban la pantalla. Después de un momento la destapaban, pero como aún seguían en pleno beso, gritábamos de emoción al verlo. En aquel entonces era muy inocente la vida” (risas).

 

Después de abandonar la idea de ser médico, ¿cómo se formalizaron sus estudios de canto?
“Ante tales aptitudes, mis padres me llevaron a estudiar canto al Conservatorio de Guadalajara, y un día llegó el maestro Carlos Chávez, y el maestro Lobato, que era el director, me llamó para que me escuchara el compositor. Chávez, quien siempre me ayudó mucho y creyó en mí, me ofreció una beca para venir a la Ciudad de México y estudiar canto. Parece increíble cómo una puerta abre otra puerta.”

Al llegar a México, el autor de la ópera The Visitors (Los visitantes) le ofreció dos conciertos de las Bachianas Brasileiras de Heitor Villa-Lobos, y la perfiló como la primera cantante solista en presentarse con la Orquesta Sinfónica Nacional. Posteriormente ingresó al Conservatorio Nacional de Música, bajo la vigilancia del maestro Angel R. Esquivel, quien ella considera que fue “un amigo, un consejero, casi un padre”.

Después de estudiar varios años, debutó el 6 de septiembre de 1962 en el Teatro del Palacio de Bellas Artes como Ortlinde, en la ópera Die Walküre de Richard Wagner, al lado de Jon Vickers y Régine Crespin.

“Después de mi debut, a sugerencia del maestro Esquivel, canté la Suor Angelica de Puccini. Cuando terminé la última función, mi maestro me dijo que no volviera a cantar ese papel hasta dentro de 10 años. Y vaya que si tuvo razón, porque me tardé 11 años para volver a interpretarla cuando la repusimos en el Met.

“Seguí en la Ópera Nacional de México con papeles como Marguerite o Micaëla, en varias temporadas, y también participé en el ballet folklórico, época en la que pasé tiempos difíciles”, señala la artista. Después de su debut en el Teatro del Palacio de Bellas Artes, la llamaron los maestros Nicola Rescigno y el suggeritore (apuntador) Vasco Malvini, de la Ópera de Dallas, para invitarla a debutar internacionalmente en ese teatro como la dama de compañía de Lady Macbeth, de la ópera de Giuseppe Verdi, además de otros papeles.

En aquella época fue cuando conoció a su esposo, quien cantaba como bajo-barítono en el coro. “A Dallas le debo mi esposo, y ya tenemos 32 años de casados –dice–. Después me fui a vivir con él a Fort Worth y hasta cierto punto pensaba retirarme del canto porque creí que iba a dedicarme solo al hogar, pero él me impulsó a dar conciertos y empecé de nuevo a audicionar.”

 

¿Cómo manejaba su repertorio?, porque los papeles que abordó fueron en su mayoría para soprano lírico-spinto.
“Efectivamente, con el tiempo me definí como una soprano lírico-spinto, porque mi tesitura se encuentra entre el lírico pesado y el dramático. Esto porque nunca creí que pudiera tener el caudal del dramático y mejor preferí escoger muy bien mi repertorio. Me sentía libre en roles verdianos que están escritos con la base belcantista, como Luisa Miller o Aida, de Verdi, pero también estaba a gusto en el verismo, con papeles como la Maddalena de Andrea Chénier, de Giordano. Al final de mi carrera, cuando ya no tenía tantos compromisos, sí canté roles un poco más dramáticos, como Medea de Cherubini o Norma de Bellini, que son extraordinarios por toda su fuerza y carga emotiva.”

 

¿Qué elementos considera que la llevaron a los coliseos líricos más importantes del mundo?
“La superación constante. Nunca pensé que yo fuera la maravilla del siglo, pero sí ponía todo lo que tenía. Me gusta mucho actuar y es algo que la gente valoró en gran medida. Cuando está todo oscuro, un hombre puede derramar una lágrima sin pena y es entonces cuando uno descansa, porque se descargó energía, y es así como uno puede seguir listo para una nueva lucha. Tuve ese gran don para transmitir toda esa emoción, ya fuera el dolor o la alegría, porque con eso se nace y el buen Dios lo puso en mí.”

Después de triunfar en Dallas, Gilda Cruz-Romo fue al New York City Opera y en ese teatro empezó a hacerse de gran renombre con la Margarita del Mefistofele de Boito. Luego vino la gira con la compañía del Metropolitan Opera House, con la cual debutó en diferentes ciudades. 

“Como me sabía la Maddalena de Chénier —apunta—, canté con el tenor Richard Tucker y después, ya en el teatro, debuté con Madama Butterfly al lado de John Alexander, con los vestuarios del teatro Kabuki confeccionados por Motohiro Aoyama.”

 

¿Cuál fue su experiencia en el Covent Garden?
“El Royal Opera fue el primer teatro europeo en el que debuté, con Aida; después me llamaron del Teatro alla Scala para repetirla, y luego canté una Leonora de Il trovatore con Riccardo Muti. Esto fue histórico, porque Muti prescindió de todos los cortes y también de todos los agudos que no estaban escritos. El público lo aceptó, pero no como esperábamos, aunque fue un gran acontecimiento, porque también lo realizamos en otros teatros y fue una producción interesante.

“En cambio, el Teatro Colón fue triste y duro. Ahí canté Floria de Tosca. En el momento del fusilamiento de Mario Cavaradossi, salió una munición que alcanzó a herir al tenor. No vi más porque yo tenía que actuar. Entonces el tenor, que era Carlo Merighi, gritó por ayuda porque estaba herido. Volteé y el director no se había dado cuenta, porque seguía con la música; vi que hacia la buca (concha) y el souffleur (apuntador) había desaparecido. Me quedé en escena con el tenor que gritaba mientras se tocaba la frente llena de sangre. 

“Después, Merighi salió y me quedé completamente sola, por lo que me acerqué hacia donde él estaba y seguí con la función hasta el final, con la angustia terrible de no saber qué había sucedido. Después supe que el tenor pensó que iba a morir. En las siguientes funciones, lógicamente, cambiaron al tenor.”

 

Gilda Cruz-Romo, en la portada de Pro Ópera, septiembre-octubre, 2000 © Ana Lourdes Herrera

 

¿Qué noche recuerda en la que haya podido llegar a una catarsis artística plena?
“Gracias a Dios tuve bastantes noches así, pero una de las que recuerdo más fue cuando canté en Connecticut la Lady Macbeth de Verdi, el cual considero un rol maravilloso porque es diabólico, pero al mismo tiempo muy humano. No la traté de hacer muy mala, como normalmente se canta: la hice perversa, pero por amor, lo cual no resta responsabilidad, pero pienso que es más creíble y más aceptable. Cuando acabé ‘Nel dì della vittoria’, y luego la cabaletta, no podía entrar el barítono, porque no cesaba una lluvia estremecedora de aplausos. Había llegado a esa magnífica comunión con el público; por eso no puedo olvidarlo”.

 

¿Qué sucede cuando se escucha a sí misma en grabaciones?
“Aún no tengo la seguridad para escucharlas. Sin embargo, hace unos días aquí en la ciudad vi por el Canal 22 la Aida de Orange que trasmitió Eduardo Lizalde en su programa Cien años de ópera en México, y me conmovió la parte del tercer acto, cuando la esclava etíope le ruega a Amonasro. Ese momento siempre era muy especial, porque yo siempre tenía que estar en guardia y podía perder el control.

“Ahora que la vi por primera vez, no pude resistir y se me salieron las lágrimas de tanta emoción contenida. Fue muy impresionante; es muy extraño cuando uno mismo se escucha después de algún tiempo. Es como mirarse en un espejo.” 

 

Particularmente me sentí muy orgulloso al escucharla en una grabación en vivo con Charles Mackerras, en la Ópera de Sidney, con unos extractos de Aida y Chénier, pero lo que más me sorprendió fue que al tenor Carlo Bergonzi casi no se le escuchaba, mientras que la voz de usted sobresalía impresionantemente…
“Recuerdo con mucho cariño esa función al lado de Carlo, una persona muy linda con quien me llevé muy bien. Curiosamente, ahora veo que hay un poco más de pique entre los cantantes, y afortunadamente yo nunca padecí de eso.”

 

¿Qué recuerdos guarda de Franco Corelli?
“Cuando empecé mis actuaciones en el Met hice La forza del destino con Corelli, y fue el primer tenor que llegó a mi camerino antes de empezar la función para decirme: ‘Es un placer cantar con usted; estoy a sus órdenes’. Eso me dejó impresionada.

“Cuando cantábamos en Aida, él era muy gracioso porque, al recibir los aplausos, caminábamos tomados de la mano hasta el proscenio. Al llegar hasta adelante me decía: ‘Mira, esa señora seguramente me trae flores’ y dicho y hecho, llegaba la mujer y nos arrojaba flores; pero a mí me causaba mucha risa porque Franco, muy divertido, me las daba a mí, y yo le decía: ‘¿Quieres que esa mujer me mate cuando salga de aquí? ¡Esas flores son para ti!’ Fue muy lindo conmigo y después, cuando nos encontrábamos, me decía ‘carissima signora Cruz-Romo’.”

 

¿A quiénes más recuerda?
“Hice el último Otello de Verdi que cantó el tenor Jon Vickers en Houston. Por ahí otras sopranos que ya habían compartido el escenario con él me decían que iba a terminar toda moreteada de los brazos, pero nunca me dejó ni una sola marca. Me tomaba levemente, aunque parecía violento por la actuación. Nunca me hizo nada malo porque creo que cuando él sentía que alguien no le imprimía las ganas suficientes o no le respondían, era cuando sujetaba con enojo a las sopranos, y yo creo que sí las maltrataba por esa frustración.

“También en el Met canté con Richard Tucker, aunque al principio dijo que no quería cantar Chénier conmigo porque era una desconocida. Al final de la función envió a su hijo para decirme que su padre me felicitaba y que me mandaba muchos besos y abrazos porque le gustó mucho.

“Con (Alfredo) Kraus tuve una muy bonita relación artística y nos quisimos mucho, aunque de lejos, porque nuestro repertorio fue distinto. Hace algunos años nos vimos en Milán y fue un compañero maravilloso que nunca habló mal de ningún colega y que jamás pagó un centavo en publicidad. Ahora mi corazón sangra porque murió hace poco.

“A Giuseppe Di Stefano lo recuerdo con aprecio cuando cantamos en la gala anual dedicada a Tucker, porque Sarah, la viuda de Richard, quería que cantara con ‘Pippo’. Acepté maravillada porque yo había compartido con él el escenario cuando vino a México en octubre de 1964. En ese entonces yo canté Javotte, una de las tres locas de la «Manon» de Jules Massenet, con Montserrat Caballé. Por esos años yo estaba muy joven y con cinturita. Como yo debía llevar un escote provocativo por el papel que hacía, Pippo me correteaba… ¡Qué tiempos aquellos, señor don Simón! (risas). 

“Cuando me encontraba desprevenida, se me acercaba ‘Pippo’ para decirme ‘cara mia’ al oído. Asustada, yo corría, porque ya sabía que era tremendo con las chicas. En aquella gala de Tucker, cuando terminamos, no podíamos salir a recibir los aplausos porque Di Stefano estaba emocionado y gritaba que había emitido un Si bemol porque no había cantado así en mucho tiempo.

“Por otro lado, Renata Scotto y yo somos muy amigas, y vaya que si me acuerdo cuando me fue a ver al camerino después de un Otello para decirme que me admiraba. ¡Válgame! De verdad que entre sopranos nos llevamos muy bien. Digan lo que digan, esa es mi experiencia. 

“También conozco a Martina Arroyo y alguna vez cubrí a Renata Tebaldi en el Met, cuando se montó Chénier con Corelli. Pero cuando acabé la función me escondí hasta el último piso, porque no quería que ella pensara que yo, que la admiraba tanto, le pretendía quitar su lugar.

“Recuerdo muy bien a Rudolf Bing en el Met. El hecho de representar a mi país me daba mucho orgullo. En todas partes siempre fui ‘la soprano mexicana’. En Israel estuvimos mi marido y yo con Golda Meir (Goldie Mabovitz), y el príncipe Carlos de Inglaterra fue a todas mis funciones en el Covent Garden. Hice también óperas con Tito Capobianco y una Nedda en Pagliacci de Leoncavallo, en la producción de Franco Zeffirelli, quien primero me dijo que bajara de peso y al mes siguiente me felicitó.”

 

De los directores de orquesta, ¿con quiénes se sentía mejor?
“Claudio Abbado fue un gran director conmigo, y entre otros de los grandes que recuerdo está Fausto Cleva, con quien canté Nedda. Nicola Rescigno, aunque fue muy bueno, no me dirigió tanto, pero me sentía muy bien con Nello Santi, Zubin Mehta o Charles Mackerras.

“El problema que se tiene ahora es que ya casi no hay directores de cantantes de ópera; muchos ahora quieren hacer sonar la orquesta como una sinfónica, y los solistas solo contamos con instrumentos frágiles. Las voces ya no son tan grandes como eran antes, tal vez porque ahora los registas, los directores de escena, tratan de hacer el teatro lo más apegado posible a la realidad.

“Por eso se tienen tantos problemas vocales: los cantantes duran tres o cuatro años porque empiezan a perder la voz y no les dan tiempo para madurar y crecer en las partes difíciles. Cuando yo empecé, tuve la suerte de cuidarme, primero con el apoyo del maestro Esquivel y luego en el Met con Alberta Masiello, que estaba como correpetidora (coach-répétiteur) y que además era asistente de dirección musical. Así tuve ese freno. Los roles con los que experimenté mi propia evolución vocal fueron Suor Angelica, luego Cio-Cio San de la Madama, Nedda en Pagliacci y Mimì de La bohème.

“Ahora veo que de repente chicas de 22 o 23 años comienzan a cantar roles tan difíciles como la Butterfly o la Leonora de Forza. Pienso que eso está mal porque no se tiene la madurez ni física ni mental para abordarlos y, sobre todo, no se tiene la técnica. Últimamente he realizado solo recitales después de haber dado clases todo el día, y afortunadamente eso lo puedo hacer porque tengo la técnica que se perfecciona solo con el trabajo. Es como un doctor que a la primera operación le sale medio mal porque es un estudiante, pero con el tiempo tiene que mejorar para que no se mueran sus pacientes.”

 

Otro factor sería la carencia de buenos maestros, ¿no es así?
“Así es, pero también interviene el hecho de que los jóvenes siguen ciegamente al ‘maestro’. La primera maestra que tuve, cuyo nombre me abstengo de mencionar, un día quiso que me presentara en un festival con la vieja canción rusa ‘Ochi tchorniye’ (‘Ojos negros’). La canción es muy linda, pero en aquel entonces no sabía lo que decía y no la canté, porque siempre he defendido que uno debe entender las palabras que interpreta.

“El maestro tendrá el nivel que el alumno le exija, porque si yo le pido al maestro que sea mejor, éste se tendrá que poner a estudiar o actualizar. Ahora lo vivo como maestra con mis 17 alumnos: si llegan sin preparación, no los quiero en mi clase. Hay una chica que es muy buena y que llegó con problemas; ahora que se ha compuesto cantó algunas partes de Adina de L’elisir d’amore y se escucha muy bien. Un día llegó a contarme que cierto director le ofreció la Donna Elvira de Don Giovanni, por lo que le dije que pensara las cosas y que mejor lo cantara en 12 años. Sobre eso también se les tiene que orientar a los jóvenes.

“En mi caso, el maestro Esquivel no tuvo el tiempo para enseñarme todo, pero me lo dejó dicho con su filosofía de no aceptar papeles prematuramente, y con una técnica que hasta la fecha conservo. Cuando empecé a cantar roles más pesados, gracias a lo que él me enseñó, sabía cómo hacerlo por la técnica, y muchos conceptos que el maestro me dejó a mí ahora se los enseño a mis alumnos.

“Actualmente hay buenas voces, pero faltan maestros y buenos repasadores, aunque en México aún da clases el maestro Enrique Jaso, quien fue también discípulo del maestro Esquivel y que es una de las pocas excepciones. Muchos cantantes tienen la voz, pero no se buscan ni perfeccionan los otros atributos que se deben tener. Recuerdo a la maestra Fanny Anitúa quien, aunque no me dio clases, un día me dijo que para cantar hay que tener primero cerebro, luego corazón y luego voz.

“Hoy día se pierden tantas voces porque los cantantes no estudian, porque creen que del cielo les va a llegar el éxito. Pero se tiene que trabajar día con día y la felicidad, como el triunfo, es un conjunto de pedacitos.”

 

¿Cómo ve el nuevo horizonte de la lírica?
“La verdad, no muy prometedor. En todo el mundo cada vez hay voces más pequeñas y en México hay una gran calidad, pero casi no tienen técnica.”

 

 

Gilda Cruz Romo, con sus mascotas Manon y Knippa

 

¿Cómo es ahora su vida?
“Ahora doy clases y ofrezco recitales. Ya no canto como antes, pero puedo brindarles a mis alumnos un poco de lo que Dios me dio. Me encanta salir a pescar o ir de cacería con mi marido, cocinar de todo: comida mexicana, italiana o alemana. También coso, hago cerámica y realmente estoy muy ocupada todo el tiempo. También cuido a mis mascotas, dos hembras labrador que se llaman Manon y Knippa”.

 

¿Qué es el canto para usted?
“La voz humana puede llegar a ser el canto de los ángeles y mi voz ha sido un instrumento que Dios puso en mí que no ha sido mío, porque Él sólo me dijo: ‘Cuídalo, aquí te lo doy’, y por eso no me importó sacrificar muchas cosas.”

 

Si su vida fuera una ópera, ¿cómo sería?
“Mi vida sería una ópera feliz. Al principio lloré mucho porque padecí muchas cosas, pero ahora puedo decir contenta que ha sido maravillosa, portentosa como la marcha triunfal de Aida…”

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