El pedaleo inicial

Amadeus en bicicleta, Rolando Villazón
Galaxia Gutenberg, 2021. 316 pp.

¿Quién va a leer la novela de un tenor?, se preguntó Rolando Villazón durante la entrevista que le hiciera Gerardo Kleinburg el 2020, recogida en el libro Hablemos de ópera (Turner, 2021) [Ver reseña publicada en Pro Ópera el 20 de diciembre de 2021.] 

Sin embargo, creo que su fama como cantante de ópera no marcha en contra de su trabajo narrativo, el cual, después de Malabares, se prolonga con Amadeus en bicicleta. [Ver reseña previa, publicada en Pro Ópera el 6 de julio de 2021.] 

Por el contrario, muchos aficionados al canto lírico, además de los propios seguidores de Rolando, podrían entrever en las páginas del libro los engranes, tornillos, poleas y manivelas que se ocultan detrás de un telón y hacen posible esa puesta llamada “arte total” por Richard Wagner.

Al abarcar más de una rama del saber y de las actividades humanas, la literatura abreva de igual forma de la ópera. Ya lo ha hecho: diferentes autores esbozan con su pluma un teatro, mencionan a Puccini, por ejemplo, a Giuseppe Verdi, o sitúan sus narraciones en lugares como el Metropolitan Opera de Nueva York. Cuentos como los que integran Tríptico, del propio Kleinburg, o novelas como Que nadie duerma, donde Juan José Millás plasma una obsesión por ‘Nessun dorma’, aria del tercer acto de Turandot, esbozan para sus lectores ese mundo que, si bien se nos presenta envuelto en glamour, posee asimismo dificultades y frustraciones, problemas ajenos al terreno artístico. 

Desde este punto de vista, el hecho de que un tenor con la experiencia del cantante mexicano acometa una obra narrativa, no sólo es contar con puntos a favor en cuanto a la mudable fama, sino enriquecer ese trabajo igual que lo haría un químico o un físico en el género de la ciencia ficción.

Así, vemos en Amadeus en bicicleta los esfuerzos de un joven para ingresar al mundo del canto lírico. “¡No importa! —grité con voz entrecortada—. Ya me convertiré yo en un gran cantante de ópera y a Salzburgo iré no como turista sino a recibir aplausos”, asegura Vian durante su adolescencia, y años después se encuentra inmerso en los ensayos de una puesta en escena de Don Giovanni, de Wolfgang Amadeus Mozart. Por medio de su voz, de su mirada, nosotros asistimos a lo que podría llamarse la cocina de la ópera, como denominó Gerardo Kleinburg, en una de las charlas que ofrece desde el inicio de la pandemia en nuestro país, a la preparación de una puesta en escena: Rolando Villazón, a través de su personaje, dispone en las páginas de Amadeus en bicicleta desde los ensayos hasta la conferencia de prensa donde el director explica una de esas relecturas que con tanta frecuencia se hacen a las óperas del repertorio clásico en la actualidad, pasando por las amistades y los desencuentros que salpican el día a día previo a una escenificación, a una temporada, a un estreno, incluidos los desplantes propios del divismo: por ejemplo, negarse a actuar si entre los empleados del teatro se encuentra alguien con quien existe una diferencia de opinión, calificada, por supuesto, como insulto.

La semilla de este objetivo está en los viajes a Salzburgo y a Bayreuth que la familia de Vian realiza cada año, intercalando un festival y otro, veranos líricos que llevan al entonces adolescente a presenciar una ópera por primera vez. El destino es Bayreuth y Richard Wagner, Tristan und Isolde. “Tristán e Isolda. Cinco horas de música”, escribe el autor en una sola línea, frase lapidaria previa a la preparación de alguien que a los 12 años, harto de vacas y gallinas, se niega a postergar su primer verano lírico y escucha un acto de esa ópera cada noche, antes de dormir.

Il Commendatore, de Anna Chromý, en memoria del estreno de Don Giovanni de Mozart el 29 de octubre de 1787 en el Estates Theatre de Praga © August Burns

A partir de aquí, la ficción de Rolando abreva de su experiencia no solo como intérprete, sino como director de escena. Habiendo montado para el Festival de Baden-Baden una Traviata de entorno circense (2015), o un Elixir de amor que se desarrolla en el viejo oeste (2012), describe en su novela un Don Giovanni asimismo fuera de lo clásico, tan detalladamente, que es capaz de llevar a sus lectores hasta una búsqueda en internet, a fin de enterarse si dicha escenificación se ha presentado antes: la escultura denominada Capa de conciencia, Piedad o Comendador, de la artista checa Anna Chromý, ocupa el centro de una maqueta que tiene la finalidad de presentar la producción en la que participará Vian: “Aparecía también en las acuarelas y los dibujos a lápiz con imágenes de vestuarios, escenas y personajes que tapizaban el muro detrás de la mesa de producción. Se le podía ver, en uno, rodeado de diablos; en otro, detrás de dos personajes en blanco y negro; en otro más, gigante como una montaña”, escribe Rolando sobre dicha pieza. 

En cuanto a los comparsas, Philippe, el coreógrafo, los hace pararse en un pie, gatear, levantarse de golpe, agacharse, permanecer quietos, moverse de un lado a otro para después, siguiendo la orden de un aplauso suyo, detenerse en seco donde se encuentren; el objetivo de cada uno de estos ejercicios es empatar la coreografía con la música de la obertura de Don Giovanni.

Amadeus en bicicleta no parece por completo obra ficticia: la mención de cantantes de ópera actuales, como el propio autor, Anna Netrebko, Jonas Kaufmann o Cecilia Bartoli, con quien el personaje-narrador tropezará en más de una ocasión —encuentros que han de darle una fama efímera—, se une a la posibilidad de situar algunos de los acontecimientos relatados en un punto del calendario. Ya Rolando otorga una fecha al primer verano lírico de Vian, 1999, entre julio y agosto, que es cuando se lleva a cabo el Festival de Bayreuth, y la referencia a Waltraud Meier y al director Daniel Barenboim, quienes actuaron en dicho evento aquel año, fuera de las páginas del libro, refuerza el halo de realidad de la novela. 

El otro acontecimiento ubicable es Iphigénie en Tauride, del compositor alemán Christoph Willibald Gluck: la puesta en escena que se menciona dentro de las páginas de Amadeus en bicicleta se llevó a cabo en agosto del 2015, en el marco del Festival de Salzburgo, y su elenco estuvo integrado por Cecilia Bartoli y Christopher Maltman, como lo narra el libro, pero también actuó Rolando Villazón, siendo la primera vez que el tenor mexicano y la mezzosoprano italiana compartían escenario. Así, tenemos que si en 1999 Vian contaba con 12 años de edad y en los acontecimientos narrados él es un joven de 28, la novela transcurre en el verano del 2015.

Maman, de Louis Bourgeois © Tate Modern

A los nombres y los eventos se suman los espacios por donde Vian se mueve mientras aguarda el estreno de la segunda de las óperas de Mozart que contó con la colaboración de Lorenzo da Ponte como libretista, los espacios y sus detalles, los cuales Villazón usa para arropar a su personaje, para acompañarlo. Si nosotros, lectores, vamos a las imágenes que entregan los buscadores de internet, veremos la enorme araña de apariencia real de la Tate Modern, en Londres, escultura de Louise Bourgeois, la figura masculina sobre una gran esfera dorada en la Kapitelplatz, a su contraparte de la Toscanini-Platz, una mujer esculpida en un nicho, el Spirit of Mozart, de Marina Abramović, consistente en un grupo de sillas de diferentes alturas, una de ellas de 15 metros, sin asiento, o lo que el autor llama en algún momento un “iglú del que cuelgan números fosforescentes”, Ziffern im Wald (Cifras en el bosque), obra de Mario Merz.

En mitad de este escenario, hecho con piezas contemporáneas y rincones de siglos de antigüedad, se encuentra Vian, joven de excelente posición económica, quien prefiere la rareza de los Barbapapás antes que reír con Bob Esponja o Los Simpson, “como hacían los niños normales”. También es alguien creativo y con mucha imaginación, así nos lo dicen sus charlas con algunas de las estatuas de Salzburgo o el hecho de rebautizar como Trazom la de Mozart y nombrar Nooteboom a un caracol.

Asimismo, Vian se nos presenta como un sincero devoto de la literatura y las manifestaciones artísticas: memoriza poemas siendo niño, lee La espuma de los días, de Boris Vian, junto a la cama de su madre moribunda. Sin importar que no sea el destino deseado, Salzburgo, la emoción lo hace llorar la primera vez que presencia una ópera; busca un “refugio iluminado” junto a obras pletóricas de color, como las de Klee, Matisse o Kandinsky. Como el colorido cabello de su amiga Julia.

Vian, arcoíris, como su propio autor, en la descripción que de él hace Gerardo Kleinburg en la mencionada entrevista, posee el reverso de esa manera de ser, pues de su espíritu brota el aleteo del ave que es el tema central del más famoso poema de Edgar Allan Poe: “El cuervo gritó un graznido atronador. Las plumas negras y afiladas hirieron el aire que me envolvía. Debía crear cuanto antes un refugio iluminado. Si me lo proponía lograba a veces abrir un espacio de optimismo debajo de mis oscuras nubes de incertidumbre y desaliento”.

Además de la ópera y de los lugares por donde transcurre cada página, en Amadeus en bicicleta tenemos una novela de formación. Podría ponerse en duda esto, dada la edad con la que cuenta el personaje–narrador de Rolando: los 28 años no son cercanos a la adolescencia. Sin embargo, si nos atenemos a las características de este tipo de obras —el desarrollo psicológico, las etapas de aprendizaje de juventud, peregrinación y perfeccionamiento—, es posible decir que la novela cumple con la mayor parte de ellas.

Spirit of Mozart, de Marina Abramović

El peregrinar de Vian se inicia con la renuncia a su empleo en una empresa de consultoría donde se siente “seguro y protegido y, al mismo tiempo, vacío y desesperado”, el cual, sin embargo, le permite ahorrar, retomar unas clases de canto pausadas ante la problemática y decepción que le acarrea no contar con la tesitura de tenor —en opinión de su maestro—, renunciar y tomar un avión para participar en audiciones —sin entrevistarse con su padre, sólo escribiéndole después a fin de no darle la oportunidad de disuadirlo—. Su camino se prolonga gracias a una mentira: “No puedo, ya firmé el contrato de Salzburgo”, dice para no volver a México, para rematar el “Un debut en Salzburgo, papá. ¡Imagínate!” que escribiera antes a fin de anunciar que lo habían contratado para cubrir el papel de Masetto en Don Giovanni. Si el cantante enfermaba, Vian actuaría en su lugar.

El aprendizaje irá dándose conforme avancen el tiempo y las páginas, en compañía de amistades, personas que le brindan su ayuda, como Julia, a quien conoce después de un accidente con su maleta, nada más llegar a Salzburgo; Perec, cuyo nombre real ignoramos, llamado así luego de saber cómo es que Vian es Vian —a fin de concluir las discusiones suscitadas durante la elección del nombre de su hermano mayor, su tía propone sacar uno de los libros de la biblioteca y dar al niño el nombre del autor de la novela. El padre de Vian, dueño siempre de la última palabra, elige usar el apellido, en su opinión algo más original y literario; así sus hijos se llaman Hesse, Nin y Vian—; o Frau Schmulzen, la mujer que lo hospeda por mediación de su padre y conoce a su hermana. Cerca de ellos, Vian se adentra en las biografías de Mozart, en los libros que recopilan sus cartas, préstamo de Perec, y tiene las actividades cotidianas de muchos fuera de las páginas desde donde nos cuenta su historia: va a comer, a tomar algo en compañía de otros jóvenes, acude a un museo, viaja en el transporte público… anda en bicicleta.

Volviendo a la edad tardía para ser el objeto de una bildungsroman, o mejor dicho a su motivo, éste podría encontrarse, en mi opinión, en la figura del padre de Vian. El hombre se nos presenta como una fuerte figura cuya voluntad abarca a su familia, sometiéndola por completo, sin importar si bajo dicho dominio existe la posibilidad de un resquebrajamiento. Este personaje coloca una mano gruesa en el hombro del menor de sus hijos en un gesto que, aunque quizá pretenda ser cálido, es más como un puente levadizo que inhibe “todo intento de argumento contra el razonamiento del monarca”, y también lo califica como un accidente. “Atsiénte, atsiénte”, canturrea divertido el pequeño Vian, ajeno al significado de aquella palabra, mientras su padre es “un dios todopoderoso y protector” y le revuelve, sonriente, los cabellos lacios. Hasta que un domingo en el zoológico, el niño, “en un instante de audacia infantil”, trata de pasar al otro lado de la verja que lo separa de los osos polares: “Ese día comprendí que la palabra ‘accidente’ que mi padre disparó desde el alto muro facial por el cañón de su boca no era, no había sido nunca y no sería jamás, hermosa”, escribe Rolando Villazón y plasma, además, la violencia que permea a esa figura paterna, responsable del cuervo que atormenta el espíritu de su hijo.

Tenemos en este personaje a un hombre autoritario, situado en el extremo opuesto al que Vian ocupa, incluso, en las motivaciones bajo las cuales se acerca al arte: mientras para el narrador de Amadeus en bicicleta significa un refugio, para su padre es el refuerzo de su estatus, pues no sólo se trata de tener dinero o disfrutar de los lujos, superioridad y comodidades que brindan el ser un hombre de piel blanca, un güero, en México, sino de los viajes anuales al extranjero, en el verano, o la asistencia a espectáculos que se consideran, bajo la óptica de los prejuicios, adecuados para unos pocos, quienes comprenderán su complejidad, tal y como suele pensarse de la ópera. Dicha posición se comprueba en el momento en el que su “accidente” le dice que estudiará en el Conservatorio Nacional de Música poco antes de terminar la preparatoria: “Entregar esos años decisivos a una posible carrera artística era construir un fundamento demasiado frágil e inestable para el futuro”, recuerda Vian de su padre. Y aunque el hombre se compromete a apoyar su vocación si todavía la tiene al concluir una carrera universitaria, también le dice: “Ya es hora de que sientes cabeza y dejes estos sueños absurdos atrás […] Regresa conmigo a México, aún puedo encontrarte un puesto en alguna empresa”. Así, no importa si el juego de sacar al azar libros de la biblioteca del abuelo de su esposa le ayuda a elegir el nombre de sus tres hijos: bajo su mirada el arte, la ópera y los viajes, sirven para alardear frente a sus amistades, mientras la realidad se encuentra en otro lado.

Rolando Villazón © Monika Höfler

Mención aparte merecen Julia y Jacques. Cual si se trataran de la mujer inalcanzable por idealizada y del enemigo eterno del poeta Hoffmann, junto a Vian, parecen actuar en una puesta constante de Les contes d’Hoffmann. Jacques es un actor, disfruta alardear frente a los demás, y llevará al protagonista del libro hasta sus límites en cuanto a paciencia, hará burlas de su persona, le jugará bromas pesadas, a él y a Julia, como fingir saltar de un puente. Ella, por su lado, trabaja como asistente de escena en Don Giovanni y representa a la mujer que permanece inalcanzable gracias a las artes de Jacques, a quien ella obedece sin pretextos ni razón aparente.

En cuanto el trabajo durante los ensayos los haga un poco más cercanos, al convertirse en un borrón el accidente con la maleta de Vian, cuando ese “proyectil” cae escaleras abajo y Julia salta para no ser arrollada, él reconocerá su amor por ella y, cual si se tratara de Hoffmann en la ópera de Offenbach, hará el recuento de sus experiencias amorosas frente a su lector, frente a sí mismo: Claudia, que en las cartas escribía su nombre con K; Guadalupe, morena, que se enoja si le dicen Lupe y más si califican de poetisa a Sor Juana Inés de la Cruz; Victoria, tres años mayor que Vian y huele a tabaco, a ropa sin lavar; Magdalena, a quien conoce en un bar de Berlín. Un día Claudia ya no quiere ser novia de Vian; Guadalupe lo deja al enterarse que su padre piensa en ella como en una “casi negra” mientras su familia es “comunista”; de Victoria, quien se niega a sostener relaciones sexuales, Vian dice: “Terminamos sin mucho escándalo cuando vine a Europa”; en cuanto a Magdalena, con quien él compensa todo el amor que no pudo hacer con “la gótica misteriosa del tercer episodio”, el fuego se extingue y ambos quedan como amigos. ¿Era Julia la protagonista del quinto episodio?, se pregunta Vian desde el presente, agregando que de ser así, “el episodio no duraría más que ese verano, así que para qué intentarlo”.

Julia, como Salzburgo, Jacques y el montaje de Don Giovanni, acompañarán a Vian a lo largo de esta especie de biografía paralela a la de Mozart, un camino que va del joven que acepta una ruta delineada por otro, su padre en este caso, al intérprete de un libreto propio, si bien iniciado a fuerza de mentir, más seguro con cada paso de ese entusiasmo alimentado por un sueño de adolescencia e inherente a ciertos 28 años.

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